Rinaldo se había asegurado de que el palacio estuviera de punta en blanco. Esta era la primera vez en la historia que un monarca de Marakar visitaba la capital de Agrimar, y por alguna extraña razón, en vez de preocuparlo y mantenerlo alerta, este hecho le había despertado el anhelo de presentar una imagen prístina e impecable. Sentía la necesidad de mostrarse afable y conciliador con quien históricamente había sido su enemigo natural. Rinaldo ni siquiera se daba cuenta de que sus emociones al respecto no tenían sentido. Debía ser esa chica, ella era especial. Si Ariosto se hubiese atrevido a mostrar su cara en su reino, Rinaldo lo habría tomado prisionero sin dudarlo, pero esta chica… Sabrina… Ella no se sentía como una enemiga, más bien como una potencial aliada. ¡Agrimar y Marakar aliados! ¡Qué idea tan loca! Y, sin embargo, esta joven inexperta, esta niña reina, parecía estar abriendo la puerta hacia lo imposible.
El rey había decidido mostrarle el palacio personalmente a la reina visitante antes de dejarla retirarse a sus habitaciones. Ella había aceptado con gracia la imposición, a pesar de su cansancio, y había despedido a sus compañeros de viaje, inclusive a Orsi, accediendo a recorrer el palacio solo acompañada del rey. Sabía que Rinaldo quería conocerla mejor, saber con quién estaba tratando, así que ofreció su mejor actuación de noble de alta cuna, obnubilada y vulnerable ante la presencia del poderoso Rinaldo. Ese comportamiento logró hacer sentir a Rinaldo cómodo y seguro con ella. Mientras él discurría sobre los aspectos del palacio con orgullo, ella asentía con ojos embelesados, haciendo lo que Bruno habría hecho: estudiando el trazado y la distribución de las distintas estructuras y las posibles vías de escape del fastuoso lugar, en caso de necesitarlas en el futuro.
Finalmente, Rinaldo la acompañó hasta sus habitaciones designadas y haciendo una pequeña reverencia, la dejó frente a la puerta sin hacer intento alguno de entrar con ella. Ella suspiró, internamente agradecida, y cuando el rey dobló la esquina de la galería y desapareció de su vista, revoleó los ojos con hastío y se metió a la habitación. Adentro, tres hombres la esperaban, parados con impaciencia en la antecámara: Cormac, Pierre y Liam. La sorpresa de Sabrina fue rápidamente reemplazada por una amplia sonrisa. Sin dudarlo, corrió a los brazos de Cormac, quien la sostuvo amorosamente, apretándola con afecto.
—No sabes cuánto me alegro de verte bien, querida Sabrina —dijo Cormac.
—Y yo a ti, padre —le susurró ella al oído para hacerle saber que conocía su secreto.
Él la miró a los ojos, había tantas cosas que quería decirle, pero ella se llevó un dedo a los labios, indicando silencio. Él asintió.
—¡Pierre! —se soltó Sabrina de Cormac para ir a abrazar a su instructor.
El capitán respondió de forma incómoda ante el intempestivo saludo, no le parecía correcto abrazar a su reina. Desde luego, Sabrina no permitió que los pruritos del capitán se interpusieran.
—Sin tu entrenamiento no estaría viva hoy, querido Pierre —le sonrió ella—. Me da gusto que estés aquí.
—A mí mucho más, mi reina —respondió él, un tanto envarado.
Liam se mantuvo al margen, esperando su turno pacientemente, pero Sabrina no se volvió hacia él, no dio siquiera muestras de reconocer su presencia. ¿Eso era todo? ¿Ahora que era reina no le interesaba codearse con un donnadie como él? ¿Su relación había sido solo una aventura pasajera? Por supuesto, estúpido Liam, ¿qué te habías creído? La reina más hermosa y deseable de toda Ingra no era para ti, nunca lo había sido. La veía ahora, frente a él, con ese vestido, con el cabello suelto, y lo entendía con dolorosa claridad: esta no era la misma Sabrina de la que él se había enamorado. Y así como él no la reconocía a ella, ella tampoco lo reconocía a él.
Liam había creído que el momento más oscuro, atroz, cruel y desgarrador de su vida había sido durante su cautiverio en la Torre Negra, en manos del infame Stefan, pero ese sufrimiento no tenía comparación alguna con el tormento que sentía ahora, al ver que la persona que amaba más en todo el mundo, por la que hubiese dado su vida una y mil veces, ni siquiera notaba su presencia.
—Tenemos mucho de qué hablar —dijo Sabrina—, pero Rinaldo ha planeado un banquete para esta noche y es mejor que descanse si no quiero dormirme sentada en medio de la fiesta.
—Hablaremos mañana, descansa —asintió Cormac.
—Sí, por supuesto —dijo Pierre.
Liam no dijo nada. ¿Qué podía decirle? ¿Reprocharle a una reina que no mirara al más bajo de sus súbditos que había pretendido ser más de lo que era? No había palabras, solo una puñalada invisible en su corazón que amenazaba con sofocarlo hasta la muerte.
Los tres enfilaron hacia la puerta. Cormac y Pierre salieron primero, y cuando Liam estaba a punto de atravesar la puerta, oyó la voz de ella:
—Liam.
Él se volvió.
—Quédate un momento. Cierra la puerta.
Él obedeció.
Cuando la puerta estuvo cerrada, ella se lanzó sobre él con hambre insaciable, besándolo en los labios con desesperación.
—Pensé que esta mierda no terminaría nunca —dijo Sabrina, entre besos—. El precio por volver a verte nunca me pareció tan caro. ¿Estás bien? ¿Realmente estás bien?
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Editado: 19.02.2021