La Reina de Obsidiana - Libro 8 de la Saga de Lug

PARTE XX: BAJO LOS CAPRICHOS DE UNA REINA - CAPÍTULO 174

Rinaldo abrió un ojo y lanzó un gruñido cuando el sirviente entró en su habitación y descorrió las cortinas de los enormes ventanales. ¿Qué hora era? Había bebido más de lo prudente en el banquete la noche anterior y la resaca de esta mañana le obnubilaba la mente con un tremendo dolor de cabeza. Contra todo lo esperado, había disfrutado de la presencia de esa chica y su gente y se había sentido relajado y seguro, como si sus invitados no fueran para nada sus potenciales enemigos. ¿Qué le estaba pasando? La excesiva confianza ante el peligro no era normal en él. Tal vez solo se trataba del hecho de que esta chiquilla reina no era Ariosto y no tenía ni su poder ni su ambición. Ella era solo una reina nominal, sin trono por el momento, exiliada de su propio hogar, situación que Rinaldo podría explotar a su favor.

—Le traje esto, su majestad —dijo el sirviente, poniendo una bandeja frente a él en la cama.

—¿Qué es esto? Huele a rayos —frunció la nariz Rinaldo.

—Y sabe peor, su majestad —asintió el sirviente—, pero lo restaurará milagrosamente para su reunión.

—¿Reunión? ¿Qué…? Oh, sí —recordó. Había programado una reunión para esta mañana temprano con sus invitados para tratar el tema de Zoltan.

—Si su majestad desea posponer… —intentó el sirviente.

—No, no —negó el otro con la cabeza—. Ya hemos perdido demasiado tiempo. Solo… solo envía por mi valet personal y mi secretario. Estaré listo a tiempo.

Rinaldo estuvo listo una hora más tarde de lo pactado, cuando su dolor de cabeza empezó a ceder un poco. Los demás lo habían estado esperando pacientemente en la sala de reuniones. Rinaldo no se disculpó por su tardanza, incluso lo consideró una ventaja para su posición. Necesitaba marcar que esta era su casa y él era el que estaba a cargo de la situación.

—Su majestad —se levantaron de sus sillas los presentes, haciendo una reverencia.

Rinaldo paseó la mirada entre los presentes. De su lado, estaban Maxell y Yanis, sus más allegados consejeros, y su secretario privado. Del lado de Sabrina, estaban su consejero Augusto, el muchacho Liam, el capitán Lacroix y el viejo Bernard. Rinaldo se sorprendió al descubrir que el hosco guardaespaldas de la reina no estaba presente. El día anterior no la había perdido de vista ni por un segundo.

—Majestad —hizo una inclinación de cabeza Rinaldo hacia Sabrina, tomando asiento en la silla situada en la cabecera de la mesa.

Sabrina le devolvió el saludo con una inclinación de cabeza similar, desde la punta opuesta de la mesa.

—Les agradezco que hayan aceptado tener esta reunión con un grupo acotado de personas —comenzó Rinaldo—. Los temas que aquí trataremos son demasiado delicados y secretos para revelarlos a personas que no sean de nuestra estricta confianza.

—Por supuesto —asintió Sabrina.

—Bien, escucho sus ideas, ¿cómo vamos a hacer para destronar a ese maldito de Zoltan? —entrelazó los dedos Rinaldo, apoyando sus manos sobre la mesa.

¿Vamos?, pensó Sabrina, ¿Rinaldo pensaba formar parte de esto personalmente? Obviamente, Yanis había estado trabajando arduamente sobre el rey la noche anterior en el banquete.

—Su posición ha sido substancialmente debilitada —comenzó Yanis—. No tiene control ni autoridad sobre los magos de Agrimar y no tiene los elementos necesarios para confeccionar su arma secreta. Estas ventajas, sin embargo, son temporales, y no dudo que, en este momento, estará pensando en nuevas estrategias para perpetuar su poder.

—Lo que significa que tenemos que actuar rápido —concluyó Rinaldo.

—Así es —respondió Yanis.

—Su majestad —se volvió Rinaldo hacia Sabrina—. ¿Qué garantías tengo de que usted no retomará los planes de Zoltan cuando asuma el trono?

—Mi interés no es la guerra —dijo Sabrina.

—¿Y cuál es su interés?

—El comercio —respondió ella sin dudar.

—¿El comercio?

—¿Bernard? —le hizo un gesto Sabrina a su padre.

Cormac hizo una reverencia y comenzó:

—Es un hecho que Agrimar debe gran parte de su florecimiento a su incipiente desarrollo industrial y a su política de libre comercio interno. El problema es que, en un futuro cercano, la oferta superará a la demanda y eso hará declinar a la economía.

Después de esa breve introducción, Cormac lanzó una lista interminable de datos, números, porcentajes y tendencias perfectamente memorizados, que marearon a Rinaldo.

El rey se volvió hacia su secretario:

—¿Es todo eso cierto?

El secretario revolvió sus papeles con inquietud:

—Creo que sí, señor —respondió tímidamente.

—¿Qué quiere decir? —frunció el ceño Rinaldo.

—Quiere decir que la mejor solución al problema es la expansión del mercado, su alteza —intervino Liam.

—¿Expansión?

—Comerciar con otros reinos —clarificó Liam—. El beneficio sería mutuo, especialmente porque Marakar tiene materias primas que Agrimar necesita en su industria: madera, carbón, hierro —enumeró.




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