La Reina de Obsidiana - Libro 8 de la Saga de Lug

PARTE XXI: BAJO EL REINO DEL TERROR - CAPÍTULO 185

Todo sucedió al mismo tiempo. Los soldados, tomando las palabras de Liam y su gesto de detener a Pierre como la amenaza sobre la cual Zoltan les había advertido, dispararon sus ballestas sobre el consorte. Por suerte, solo cinco soldados se atrevieron a disparar de forma efectiva. Los demás, desviaron sus tiros hacia las columnas o se abstuvieron de disparar, por lo que Augusto no tuvo grandes dificultades en desviar las cinco flechas dirigidas a la cabeza de Liam.

Ante el shock de ver las flechas desviarse a último momento de su rostro, Liam soltó a Pierre, quien se lanzó hacia Zoltan. Zoltan hizo un gesto con la mano y la daga cortó el cuello de Antoine. Eso logró desviar la atención de Pierre, quien se tiró al piso junto a su padre, presionando sobre la herida del cuello para tratar de parar la sangre.

—¡Es el otro! ¡Es el otro! —gritó Zoltan a sus desconcertados soldados, señalando a Augusto.

Ninguno parecía mostrar intenciones de recargar las ballestas y atacar al mago que había desviado las flechas.

—¡Imbéciles! —gritó Zoltan, enfurecido.

Lo habían engañado, le habían hecho pensar que Lug era el muchacho pelirrojo, cuando en realidad era el otro. Pero todavía no era demasiado tarde: las seis dagas de Zoltan se alzaron amenazantes en el aire. Con una mirada de odio incontenible, las lanzó sobre Augusto.

—¡Gus! —gritó Liam, al ver que la atención de su amigo estaba puesta en el sangrante Antoine.

Augusto levantó la vista y vio las dagas volando hacia él a toda velocidad.

En medio de todo el caos, ni Liam ni Augusto se dieron cuenta de que Sabrina había levantado las manos, apuntándolas a Zoltan. Dos potentes descargas eléctricas emanaron de las puntas de los dedos de la princesa, haciendo sisear el aire de la sala. Los rayos alcanzaron el pecho de Zoltan casi al instante y su fuerza destructora hizo volar el ornamentado trono en el que estaba sentado en mil pedazos. Zoltan se desplomó muerto en el suelo con un enorme boquete humeante en medio del corazón. De inmediato, las dagas que habían sido enviadas a matar a Augusto cayeron al suelo antes de llegar a seis puntos vitales del cuerpo del alquimista.

—Eso estuvo cerca —comentó Cormac, azorado.

Liam cruzó una mirada con el pálido Augusto:

—Antoine —señaló Liam a su amigo.

Augusto asintió y corrió al lado de Pierre, que tenía una mano protegiendo la cabeza de su padre de la inesperada explosión y la otra firmemente apretando la herida de su cuello. Augusto apartó algunos trozos de madera del trono y se arrodilló junto a Antoine. Pierre amagó a sacar la mano de la herida.

—No, no —lo detuvo Augusto—. Sigue presionando. Puedo trabajar en la herida sin verla.

Pierre asintió:

—Aguanta, padre —le rogó con ojos esperanzados.

Augusto se apresuró a sellar la carótida de Antoine, deteniendo la hemorragia. Luego, examinó el resto del daño. Por suerte no era mucho. Al parecer, la intención de Zoltan había sido que Antoine muriera desangrado y no decapitado. Tenía sentido, una muerte más lenta jugaba doblemente a su favor: mantendría a Pierre ocupado tratando de salvar a su padre y le daría el placer que siempre experimentaba ante la agonía de sus víctimas.

Recuperado de su estupor ante los vertiginosos acontecimientos, Liam se volvió a Sabrina:

—Eso no era parte del plan —le reprochó.

Sabrina no le contestó. En cambio, paseó una mirada firme entre los cuarenta incómodos soldados que no sabían bien cómo reaccionar. Uno de ellos arrojó lejos su ballesta y cayó de rodillas, apoyando la frente en el suelo:

—Juro lealtad a la legítima reina de Marakar —dijo con voz temblorosa.

Enseguida, los demás lo imitaron, tirando sus armas y arrodillándose frente a Sabrina.

—¿Tú hiciste esto? —le preguntó Cormac a Liam al oído.

—No —respondió Liam—. No fue necesario. El juramento de lealtad de estos hombres es legítimo.

—Bien —aprobó Cormac.

—Además, esas amatistas no me hubieran permitido influenciarlos —confesó Liam.

—¡Amatistas! Debí pensar en eso —se reprochó Cormac—. El plan pudo haberse desbocado totalmente ante ese descuido.

—Como diría Mercuccio, “todo está bien si acaba bien” —comentó Liam.

—¿Quién es Mercuccio? —frunció el ceño Cormac.

—Un fanático de Shakespeare —respondió Liam.

—Oh —asintió Cormac, más confundido que antes.

—¡Levántense! —ordenó Sabrina a los soldados. Todos obedecieron y mantuvieron las miradas clavadas en el piso—. Aceptaré su juramento como lo hice con los soldados del puente —aseguró Sabrina—, pero tendrán que probarme su lealtad.

—Sí, majestad, ordénenos lo que sea —dijo uno de los soldados. Los demás asintieron con entusiasmo.

—¿Dónde está Phillippe? —preguntó Cormac de pronto, mirando en derredor.

—Encuéntrenlo y tráiganlo ante mí —ordenó Sabrina a los soldados—. Vivo —agregó.

Los soldados hicieron una respetuosa reverencia y partieron de inmediato. Pierre se revolvió inquieto junto a su padre, que descansaba en un tranquilo sueño inducido por Augusto. La herida del cuello estaba cerrada.




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