Un matrimonio arreglado
No hay nada como la luz del sol acariciando mi pálida piel, a través de la ventana. Es a duras penas invierno, pero esta tarde al parecer el sol se olvidó de eso. Hoy a sido un día bastante caluroso, a tal punto que dos gotas de sudor recorren mi rostro a carrerillas hasta dar con mi clavícula.
No sé por qué, pero sigo mirando por la ventana, inmóvil. ¡Cuánto daría por estar ahí fuera! Por caminar sin preocuparme por nada sobre la gran carretera que está ante mis ojos. Caminar sin preocuparme que puedan decir de mí o quién pueda verme. Solo caminar. Pero para otra vida será, porque en esta tengo que conformarme con pasear por los jardines del Palacio. Con dos guardias junto a mí, claro. ¡Órdenes del Rey! A veces me siento atrapada en mi propia casa, en mi propia vida.
Al fin me decido a caminar. Recorro el vestíbulo con pasó decidido, lo más rápido que mis pies me lo permiten. Para los días en que me siento con la cabeza abrumada, la mejor medicina es la Sala C, ala norte, tercer piso.
Subo las escaleras y antes de doblar por el pasillo, mis pies chocan con algo y caigo al suelo sin más. Mis fuerzas por llegar a la Sala C se están desmoronando.
Intento capturar la cara de la persona que me hizo caer, pero al levantar la vista no veo a nadie. Se ha ido, sea quien sea.—¿Quién ha osado por desafiar a la corona haciendo caer a la princesa y dejándola tirada en el suelo?—No lo sé y ahora mismo eso no me interesa mucho.
Trato de levantarme como puedo, pero mis manos se cruzan con algo. Un pequeño pedazo de papel juguetea entre ellas. Tiene un signo algo extraño en el centro, bastante borroso. No lo entiendo muy bien, y antes de que mi mente busque alguna coincidencia, ya mis pies me llevaron a lo largo del pasillo y se detuvieron frente a la gran puerta roja de madera. He recorrido este camino miles de veces así que no me sorprende.
Entro en la habitación y no paro hasta llegar al centro de la sala, donde un gran piano negro me espera inmóvil y exactamente como lo dejé la última vez que lo toqué. Miles de recuerdos aparecen en mi mente y no tengo otra reacción más que sonreír. Sonreírle a todos esos recuerdos atrevidos que entraron a mi cabeza sin mi autorización.
Toco una melodía, y mis dedos se sienten allí como en casa. Toco un buen rato, variando entre canciones y melodías. Tanto así que ya ha pasado media hora y mis dedos siguen apretando teclas y más teclas, sin percatarme que alguien ha entrado en la habitación, hasta que se sienta sigilosamente junto a mí. Mi corazón da un brinco y paro la melodía.
—Siempre tienes la mala costumbre de sorprender a la gente, no.
—Lo siento, no quería asustarte.—aunque lo que dice suena a una disculpa, lo conozco bien y esa cara lo delata a la perfección.
—¡Ya!—digo sin levantar la vista de sus manos, que acarician suavemente el dorso de las teclas sin llegar a presionarlas.
—Siempre que te preocupa algo vienes aquí a tocar el piano, y el pobre no es que lo estuvieras tratando muy bien bien. Parecías enojada. ¿Qué pasó? Cuéntame.
Intento negarme a contarlo, pero esa mirada me lo impide. Esos son los únicos ojos que me logran sacar cualquier secreto.
—El Rey va a dar hoy una entrevista, y a que no adivinas que es lo que va a anunciar.—Sus ojos juguetean en los míos buscando alguna pista, pero sé que no tiene la menor idea.—Mi compromiso.
Cómo por acto de reflejo sus manos toman las mías, como si quisiera protegerme de cualquier cosa que intente dañarme. Y ahí es donde me doy cuenta de los distintos que somos. Su pelo rubio y sus ojos esmeralda, resaltan como las gemas de mis tiaras en la vidriera de mi dormitorio. En cambio mi pelo es liso, pero de un color castaño, y mis ojos grandes no se asemejan en nada a los suyos. Nadie diría a simple vista que somos hermanos. Sin duda, él salió a nuestro padre, y yo, supongo que a nuestra madre.
Solo la he visto en retratos que he logrado sacar a escondidas del archivo de su majestad. Sus ojos, su pelo, incluso su piel pálida. Somos idénticas,... físicamente claro, porque no tengo idea de como era ella, en su forma de ser y de pensar. El Rey nunca ha hablado de ella, así que no tengo como saberlo. En el palacio está prohibido hablar de mi madre, incluidos nosotros dos.
Después de lo que le dije su mirada sigue baja, intentando ocultarme su preocupación, sabiendo que lo puedo leer en su rostro con el menor detalle que deje escapar.
—¿A quién piensa darle tu mano?
—A Gilbert.
—¿A Gilbert, ese Gilbert? Cómo él puede hacer una cosa así. Y se dice llamar padre... no lo entiendo.—dice mirándome a los ojos, intentando retenerme ahí para siempre.—Lizi, yo... lo siento de verdad.
—¿Por qué lo sientes? No es tu culpa.
—Lo siento porque sé que ahora no te puedo proteger.
—Lo sé, no te preocupes, estoy bien.—le digo con un tono tan fino que cualquiera podría cortarlo con una tijera.
Él se percata de mis lágrimas que están a punto de saltar de mis ojos, y me envuelve entre sus brazos.
—Trata de mirarlo por el lado bueno; ahora ya podrás ser presentada en sociedad.
—Pero a base de un matrimonio, Frederick. Yo quería que me reconozcan como princesa por mis acciones, no por ser la esposa de alguien, y menos la esposa del idiota de Gilbert.
—Lo entiendo. Y te compadezco.—dice haciendo una mueca.—Voy a ir a hablar con nuestro padre. Tal vez lo pueda persuadir, quién sabe. Al fin y al cabo soy el futuro rey, no.
Y antes de que pueda contestarle, recorre la sala y atraviesa la puerta con un semblante firme y seguro. Pero a pesar de eso, yo sé muy bien que no va ha lograr nada. El Rey no es un hombre que cambie de idea tan fácilmente. Es de esos que si dicen azul, el resto tiene que vestirse de azul y hasta pintarse el rostro de ese color. No permite que alguien lo desobedezca, ni lo contradiga.
Al parecer hoy la sala C no me va ha ayudar mucho. Salgo de allí y recorro los pasillos del Palacio. Recuerdo que cuando era pequeña, me perdía en la inmensidad de este lugar. La orientación nunca fue mi fuerte. Pero ahora la costumbre pudo más que eso, y ya logro reconocer cada centímetro. Es enorme, sí. Pero es mi casa, y jamás he salido de aquí. Y cuando digo jamás, es ¡jamás!
Mi padre, digo el Rey, nunca me ha permitido salir fuera de los perímetros del Palacio Real; porque, según él no estoy en condiciones de ser presentada en público, bueno eso era hasta que decidió casarme con el idiota del duque. Para él ahora sí soy digna de presentación oficial.—¡Estoy furiosa