"Las llamas de la lealtad no se apagan ni con la marea más furiosa. Si han de desatar la guerra, que arda el mundo antes de que la traición quede impune.".-Fire
En la fiesta se reunieron un montón de personas de distintas cortes. Iban ataviadas con sus mejores ropajes y con sus joyas más costosas. Los veía, pero para mí eran sombras, sombras sonrientes, degustando los mejores manjares en una ostentosa sala.
Todos estaban felices; yo no.
Todos bailaban; yo estaba al borde de las lágrimas.
Los colores vistosos, las carcajadas resonando por doquier... Todo eso me molestaba, dolía. A diferencia de los demás, iba vestida con la ropa de mi hermano. No me había puesto joyas y, aunque los demás estaban felices, yo caía en un abismo oscuro y siniestro.
Mis amigos vestían ropa oscura, sin joyas. No bailaban, no comían; me miraban y me sonreían con amor, con respeto. Asia vestía un traje de color verdoso oscuro, ajustado y con un poco de escote. No tenía joyas, solo el collar que le había regalado Holden y un anillo que le regaló Aston. Yulen iba con un traje totalmente oscuro; el único color era el borde de su camiseta, que era azul oscuro. Su corona de príncipe estaba ladeada, dándole un aspecto más informal. Anna tenía un vestido que no dejaba a la vista ningún centímetro de piel. El estilo del vestido no era de su reino, sino más bien de la corte vampírica.
Acua, como siempre, deslumbrante, perfecta. Su vestido de corte sirena era de color negro, con dibujos de olas cosidos con hilos de oro. Era la que más destacaba. Quizás era yo la que no dejaba de mirarla, me había quedado embelesada por esa belleza, una belleza marina, una belleza que significaba destrucción.
Tan bella. Tan perfecta.
Tan inalcanzable.
Su presencia me recordaba a las estrellas del cielo: tan brillantes, tan hermosas. Es como cuando intentas alcanzarlas. Subes los brazos tan alto como puedes, mueves las manos para coger una y no puedes. Te dejan con una sensación amarga, con resignación, frustración. Aun así, quieres cogerlas otra vez, aunque solo sea para rozarlas con las yemas de los dedos, sabiendo que, con ese toque, te sientes bendecido.
¡Al diablo los dioses! Incluso ellos tendrían celos de la belleza de Acua, y que se apiaden de mí, porque incluso ellos saben que era la diosa a la que adoraba.
Las luces del palacio se apagaron, las antorchas se encendieron y siluetas de dragones danzaban por la estancia. Pero me daba igual los otros; solo tenía ojos para el más grande, para el más fuerte, el único que consiguió que me pusiera de rodillas y me rompiera en mil pedazos. La representación de mi hermano, sus hazañas eran tan sumamente dolorosas que sentí que en esos momentos algo me ahogaba, me asfixiaba. Me estaba destrozando el corazón en mil pedazos.
La oscuridad era mi aliada: ella engulló mis lágrimas y acalló los sollozos silenciosos que se apoderaron de mi ser. Esta fecha del año era la más dura. El recordatorio de que tenía un hermano y que él no estaba aquí se sentía como dagas atravesando el corazón. Lo echaba de menos, mucho. Muchas noches me pasaba recordando su rostro, su voz, las palabras que me decía. Me torturaba, lo sabía, pero no lo quería olvidar, quería que siguiera vivo en el interior de mi corazón.
Recuerdo la promesa que nos hicimos antes de aquel fatídico día:
"Donde tú vayas, yo iré; donde tú estés, estaré. Pues soy la llama que te guiará cuando pienses que no puedes más."
Pero era mentira. Donde él estaba, yo no había ido; donde él estaba, yo no podía ir. No lo pude evitar. Las emociones me abrumaron, me consumían. Fundiéndome con las sombras, salí al exterior.
En los jardines, el aire cálido de Estron no logró calmarme. Me costaba respirar; la presión en el pecho se hacía cada vez más insoportable. Me alejé todo lo que pude del castillo y me perdí por los inmensos jardines de mi hogar. Las flores de boca de dragón se reían en mi cara. Las figuras de los dragones que estaban dispersas me miraban con burla. No quería mirar; todo, absolutamente todo, me recordaba a él.
Al fin llegué a mi rincón. Un columpio plateado, rodeado de diversas flores, me esperaba. La fuente de piedra negra y agua naranja creaba una especie de luz ambiental. La luna alumbraba el cielo oscuro, y las pequeñas hadas de fuego revoloteaban por el ambiente, dándole un aspecto de lo más relajante. Sin dudarlo, me acosté en el columpio. El aire lo mecía suavemente, y mis rizos se movían al mismo compás.
Al fin pude respirar, al fin pude recordar a mi hermano en paz. Canalizando mi energía, la focalicé en uno de mis dedos, y una pequeña llama empezó a danzar en mis yemas.
Sonriendo con tristeza, le dije al aire:
—Feliz cumpleaños, hermano. Te querré hasta que las estrellas se apaguen.
Soplé la llama. Una lágrima resbaló por mi mejilla.
Fue entonces cuando sentí un toque. Era sutil, muy sutil, pero lo percibí. Una voz inundó mis oídos. Sentí cómo mi cuerpo se tensaba. De un momento a otro, empecé a moverme. Mi mente me repetía que siguiera la melodiosa voz.