La Reina Del Fuego-Segundo Libro- (editando 1ª vez)

Capítulo 18 (Editado 1ª Vez)

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"Algunos encuentros no se miden por el tiempo que pasó desde la última vez, sino por la fuerza con la que la tierra tiembla al reencontrar a quien nunca debió irse."-Fire

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Siempre he tenido curiosidad por los sentimientos que albergan los humanos muy dentro de ellos. Veo la ira y la reconozco, veo la felicidad y también, pero el miedo… el miedo que sienten los humanos es raro, distinto, difícil de entender. Los seres mágicos tenemos otra percepción del miedo, del terror.

Los niños humanos se asustan por el monstruo que habita debajo de su cama, o eso es lo que me ha contado Asia, pero los niños de Cagmel se enfrentan a ese miedo. Si un niño de mi mundo le dice a su padre o madre que tiene miedo al monstruo de debajo de su cama, sin duda le otorgan un arma y, si aun así le tiene miedo, son capaces de ejercer daño para que reemplace ese miedo por otro peor: el miedo a sus padres.

Nunca he experimentado eso. Mi madre ha sido muy diferente a lo que es normal en Cagmel. Nosotros, cuando teníamos miedo, lo que nos decía era que le pidiéramos protección a los dioses, que pidiéramos fuerza; pero eso solo eran ideas absurdas que nos metía en la cabeza con la mera intención de que, si pensábamos eso, si creíamos que alguien nos aguardaba y nos protegía del monstruo de debajo de la cama, nos sentiríamos más seguros, más protegidos.

Mentira. Con el tiempo aprendí que era mejor tenerle miedo a los dioses que a los monstruos inexistentes que habitaban supuestamente debajo de nuestras camas. Al final, al monstruo lo podías derrotar con el arma adecuada o con el hechizo correcto; a los dioses no, eran intocables y tenían mucho más poder que nosotros, los elementales.

Ellos eran los verdaderos monstruos, ellos eran a quienes debíamos temer, no a los que se alimentaban de las pesadillas de los niños para que ellos pudieran dormir plácidamente. ¿Te esperabas eso? ¿A que no? Los seres que habitualmente habitaban debajo de las camas de los niños de Cagmel eran de gran bondad: engullían las pesadillas de los niños para que pudieran tener un plácido sueño. En cambio, los dioses eran capaces de usar esas pesadillas en tu contra para incrementar ese miedo, ese terror.

Así es como veía a Asia: siendo presa de los dioses, un juguete absorbido por la malicia de esos seres tan majestuosos, que usaban sus verdaderos miedos y terrores para hacerla más pequeña, más vulnerable. La veía pasear de un lado a otro; su cara, esa expresión que había sido hermosa —un calco de su madre—, se hallaba desfigurada por el miedo reflejado en ella.

Se acariciaba el medallón que le dio Holden antes de irse al mundo humano; lo tocaba con suavidad, con cuidado, como si temiese que se rompiera. Percibí cómo emitía pequeños suspiros, como si eso le tranquilizara. No supe qué hacer. En esta ocasión, no podía ser un arma que acallara ese miedo, ese temor: solo podía mirarla, apoyarla de la mejor manera que podía.

—No sé si lo podré hacer —era una frase, una única frase, y, como lo dijo, sentí en ese instante cómo Asia se rompía en mil pedazos.

Andábamos por las calles de aquel extraño lugar.

Las miradas curiosas de los humanos captaban mi atención; las sonrisas lujuriosas que nos lanzaban a Asia y a mí me hacían desear sacar el arma que tenía escondida y apuntarles con ella, pero me contuve. No podíamos hacer un escándalo, no al menos hoy.

Asia me había dicho que era mejor ir como los humanos. Ir en familiar o usando los poderes levantaría sospechas y generaría cosas inexplicables que era mejor no imaginarnos. Yo había accedido; al fin y al cabo, ella entendía más el mundo humano que yo. Para mí, esto era algo que debía descubrir… qué digo, ansiaba descubrir todos sus secretos, sus costumbres, su manera de vivir. Y no estaba mal empezar a hacerlo andando hacia la casa de Melany.

—Claro que lo podrás hacer. Además, seguro que si le explicas la situación… —me callé. Era obvio que Melany no se iba a creer una palabra que dijera Asia, como era lógico.

Los humanos, o los que se habían criado con humanos, eran propensos a no creer en esas cosas. Desde que son unos niños les suelen decir que los seres mágicos y la magia no existen, cuando en realidad muchos de ellos, o quizás todos, tienen una pizca de magia en su cuerpo. Al fin y al cabo, la Tierra fue antes de nosotros que de ellos. Pero no por ello podíamos ser crueles e infringirles miedo con esas cosas. Ellos eran felices en su ignorancia y nosotros éramos infelices en nuestra realidad. Así de sencillo.

—¿Tú crees que me creería? —preguntó con una sonrisa triste. Negué con la cabeza; no le podía mentir, no a ella al menos.

—Me lo imaginaba, pero, aun así, una parte de mí deseaba que dijeras que sí, ¿sabes? Una parte de mí quería que me hubieras dicho lo que quería oír —suspiró.




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