"A veces, proteger significa contener al dragón que llevamos dentro… y otras, dejar que sus llamas hablen por nosotros."-Fire
Cuando tenía cuatro años, veía a mi hermano continuamente tirado en el suelo. Se levantaba, cogía su arma y no dudaba en atacar a su oponente. Recuerdo ir a sus entrenamientos; me sentaba en las rocas volcánicas que rodeaban la zona y miraba embelesada a mi hermano.
Cuando era pequeña, decía que mi hermano danzaba con sus armas, que él era uno con ellas. Las movía con maestría, con elegancia y poder. Los dragones eran seres que poseían una majestuosidad que ningún ser de Cagmel podía superar.
Yo admiraba a mi hermano; siempre había dicho que era el mejor del mundo, que era poderoso, letal, inmortal. Qué ingenua era de pequeña. En mi mente no concebía la idea de que mi hermano pudiera ser derrotado en batalla. Para mí, él era capaz de todo y más. Podía coger esa espada enorme —que en aquel momento me parecía gigantesca— con gran destreza, y moverla mientras visualizaba su cabello negro, con mechas rojas, ondeando al compás del viento. A veces pensaba que incluso el viento amaba a mi hermano y que lo impulsaba para ayudarlo.
En esos momentos deseé ser como él, tener la elegancia o la destreza suficiente para poder controlar a la humana que tenía debajo de mí.
La verdad sea dicha: la chica alzaba las manos con nerviosismo, intentando arañarme con esas largas uñas de color azulado que le quedaban espectaculares. Pero, para su mala suerte, yo no me dejaba intimidar por unas uñas postizas y una cara de enfado que, de no ser porque empeoraría la situación, me habría hecho reír. Había que reconocer que la muchacha tenía valor: intentaba zafarse de mi agarre, pero no lo conseguía. Sin duda, tenía alma de guerrera, y eso me gustó aún más; pero no podía dejar que eso me cegara. Debía ser fría.
—Buen intento, humana, pero no lo vas a conseguir. Tienes suerte de que has dado conmigo; otro no habría sido tan piadoso, y menos al ver que has intentado levantarle la mano a una reina —dije con una sonrisa maliciosa. Aquel gesto tuvo el efecto deseado, pues paró sus movimientos de golpe, y una pequeña sensación de victoria se apoderó de mí.
—¿Reina? ¿De qué hablas? ¡Estás loca, suéltame! —bramó. Me desafió con la mirada, pero yo no iba a ser menos, así que la miré de la misma forma… quizá con más intensidad de la que pretendía.
—¡Para ya, Fire! —ordenó Asia. La miré y vi que tenía los ojos rojos a causa de las lágrimas no derramadas. Eso me sentó fatal; no quería verla así, no quería verla de ese modo.
Despacio, liberé a Melany de mi agarre, cosa que fue sencilla. Rápida, la muchacha se incorporó y nos miró a las dos con auténtica furia, con auténtico desprecio. A mí me daba igual que me mirase de ese modo; solo me crecía. Pero a Asia parecía dolerle más allá, como si sintiera esa ira dentro de ella.
—Melany, sé que soy la última persona que quieres ver, lo sé… y menos ahora, dadas las circunstancias. No sé cómo decirte todo lo que ha pasado, por qué me fui de esa manera, por qué no di señales de vida. Sé que lo tuviste que pasar mal, demasiado mal… pero te imploro que nos escuches. Esto no es un juego, es algo serio. No es un intento de reconciliación: es un aviso de que corres peligro —dijo Asia, acercándose a ella. Vi que la rubia dio un paso hacia atrás, sin apartar la mirada de Asia.
Las dos se enfrentaron mutuamente. En esos instantes no existía yo; solo ellas, comunicándose sin necesidad de palabras. Las observé como si estuviera en un partido, percatándome de cada gesto, de su lenguaje corporal. Melany estaba a la defensiva y Asia se sentía víctima. No me agradó en absoluto presenciar eso; no me gustaba la manera en la que Asia se estaba rebajando ante esa humana… bueno, no era humana en teoría, pero su aspecto y su olor —dado que había vivido muchos años aquí— eran de humana.
—No te quiero escuchar. ¿Peligro? ¿Avisar? ¡No te creo ni una sola palabra, Asia! —se iba a encarar de nuevo con Asia, pero esta vez me interpuse. Me crucé de brazos y la reté a que intentara cualquier gesto que considerara ofensivo. Recapacitó y dio marcha atrás.
—Mira, estúpida, no estoy aquí para aguantar tus pataletas de despechada ni para tolerar que nos hables como si fuéramos iguales. Estás en peligro, quieras o no. Puedes hacer una cosa: o accedes a escucharnos, o haré que nos escuches. Créeme, si eres sensata, elegirás la primera opción —dije con calma.
—No voy a escuchar nada de lo que digáis —se disponía a darse media vuelta, pero la condenada acabó con mi paciencia. Sin miramientos, la cogí y la lancé a mi hombro como si fuera un saco.
Noté las patadas, los arañazos en la espalda y cómo intentaba zafarse de mi agarre, pero de nada le sirvió: seguí aferrándome a ella como si mi vida dependiera de ello. Nos alejamos de la casa y nos internamos lo suficiente para quedar fuera del alcance de mirones y curiosos. Al menos podríamos tener una conversación más o menos pacífica. Los gritos de Melany eran estridentes y me estaban provocando dolor de cabeza; aun así, seguí con lo mío, intentando ignorarla. Era sencillo.