Flora
No sé cuánto tiempo llevamos caminando en silencio. La cera de la vela ya se ha derretido hasta la mitad, goteando en mi mano como lágrimas calientes. Por seguridad, abrazo su brazo; no quiero perderme en este laberinto de piedra. Siento que eso lo toma desprevenido, porque me mira de reojo con una expresión que no alcanzo a descifrar.
—¿A dónde vamos? —pregunto, intentando aligerar mi propia ansiedad—. Parece que me vas a llevar a un lugar para matarme —suelto una risita nerviosa.
—Es porque eso haré —responde con calma.
Me detengo de golpe, jalándolo sin querer para que él también se detenga.
—¿Qué? —dejo de abrazarlo, y la vela tiembla en mi mano.
Él sujeta mis hombros con sus manos, las mueve en un leve masaje que más me incomoda que tranquiliza. Yo lo aparto bruscamente.
—¿Por qué quieres matarme? —pregunto, con la voz quebrada.
—Para entrar al inframundo, debes estar al borde de la muerte.
Asiento, pero no siento alivio. Sus palabras son como cuchillas.
—¿No hay otra manera?
Niega con la cabeza, sus ojos brillan apenas con la luz de la vela. Entonces sopla la llama y la oscuridad se cierra sobre mí como un manto. Siento el corazón en la garganta.
—¿Por qué apagas la vela? —pregunto, conteniendo el temblor de mi voz.
—Porque no quiero provocar un incendio aquí —responde, como si fuera lo más obvio del mundo.
La oscuridad es tan densa que casi puedo tocarla.
—¿Era necesario traerme aquí? Podrías matarme en la casa —pongo mis manos en las caderas, tal como lo hacía mi madre biológica cuando se enojaba con mi padre.
Nunca pensé que hablaría de mi propia muerte como si fuera algo cotidiano, como una tarea más en la lista. Antes era una palabra maldita para mí.
—Muchos testigos —dice él.
—A veces me resultas raro.
—Y así te gustaré —replica, sin pudor.
No puedo evitar reírme a carcajadas por asumirlo. Antes me hubiera enojado, pero creo que tanto tiempo con él me ha acostumbrado a sus bromas.
—Solo te haré un corte casi profundo en tus pulmones —agrega con naturalidad.
—¿Por qué solo yo?
—¿No te conté? —su tono es casi distraído—. Yo puedo dejar salir mi alma de este cuerpo. En ese instante mi alma va al inframundo. Pero si quiero estar en la tierra necesito este cuerpo. Además, cuando yo estaba vivo era muy apuesto… las damas pagaban por acostarse conmigo —dice, orgulloso, incluso en la penumbra.
—Creí que no recordabas tu vida cuando… ya sabes.
—Sí lo recuerdo. Ahora puedo…
—Espera, espera… ¿Cómo que te pagaban por acostarse contigo…? —empiezo a decir, incrédula.
No termino la frase. Sus labios me interrumpen. Un beso suave, delicado, inesperado. No veo nada en la oscuridad, pero cierro los ojos y me dejo llevar. Mi mano encuentra su cabello y lo atrae hacia mí, como si necesitara más de él. El beso se intensifica; ya no es delicado. Sus manos, que estaban en mi mejilla, ahora una sostiene mi nuca y la otra…
Entonces el mundo se detiene. El beso se corta. Un calor punzante me estalla en el pecho. La sangre me llena la boca y resbala por mi labio. La daga de Orión ha entrado en mí.
Caigo al suelo, temblando. El frío me sube por los brazos, por el cuello, como una sombra líquida.
—Abrázame, Orión… —susurro con las últimas fuerzas.
Siento su abrazo envolverme, fuerte, casi desesperado. Y en ese instante, entre la oscuridad, aparece la figura de la mujer que me dio la manzana dorada cuando era niña. Ahora la reconozco con claridad.
Perséfone.
Mi sueño —o mi vida— se interrumpe de pronto cuando escucho el maullido de un perro, cercano y lejano a la vez.
***
Mis bebes.
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Editado: 01.11.2025