La reina del Inframundo

4. Kerberos.

El enojo se disipa poco a poco, como un humo que se disuelve, y en su lugar se instala un miedo frío cuando me acerco al perro. La cabeza central de la bestia se inclina de golpe hacia mí, veloz y feroz, aspirando mi olor. No me muevo. Cierro los ojos con fuerza, preparándome mentalmente para ser devorada en cualquier momento.

Pero, en lugar de dientes, siento una lengua cálida recorriendo mi rostro. El monstruo me lame, como si saboreara mi miedo. La baba ardiente, pero soportable para mi, me empapa los ojos.

—Le agradas… Eso es raro. A Kerberos no le agradan los humanos —dice una voz masculina, profunda, grave, con un tono que hace vibrar el aire.

Me limpio la baba de los ojos y lo veo. Un hombre más alto que Orión. Sus ojos están vendados, como si la oscuridad misma se aferrara a su rostro. Llamas de un azul tan oscuro como la noche envuelven su cuerpo y su cabello, blanco como la nieve, brilla con un fulgor espectral.

No parece real.

—Rigel… Parece que olvidas que yo sé quién entra y quién sale de aquí —su voz corta el silencio como una espada.

Al instante, todos los presentes —personas con el cuerpo iluminado y los guardianes hecho de fuego— se arrodillan ante él para luego seguir con sus actividades, sin mirarnos. Kerberos, en ese momento, cambia su forma. Sus colas se encogen, sus patas se hacen pequeñas, su lomo se reduce. Ante mí ya no hay una bestia monstruosa, sino un cachorro de tres cabezas. Camina torpemente hacia mí, pidiéndome con sus gemidos que lo cargue.

Ahora, de ese tamaño, parece tierno. Lo alzo con cuidado sientiendo el calor que emana su pequeño cuerpo. De cerca sus ojos también son dorados, igual que los míos. Las tres cabezas me lamen el rostro al mismo tiempo, y, pese a mi miedo, comienzo a reír. Me da cosquillas.

—Rigel —la voz vuelve a resonar, esta vez más grave—, ¿por qué has traído un alma cuyo momento de morir aún no ha llegado?

¿Rigel? ¿Se está refiriendo a Orión?

Lo miro, esperando una explicación. Él no me devuelve la mirada, pero estoy segura de que siente mis ojos clavados en su nuca. Estoy confundida.

Como Orión no se atreve a hablar, decido hacerlo yo.

—Señor… mi nombre es Flora —mi voz suena pequeña, pero firme—. Estoy aquí porque necesito despedirme de mi amigo. Orión… o Rigel, me dijo que ese cuerpo —lo señalo— no es de él, sino de mi amigo.

—¡Rigel! —la voz del hombre estalla como un trueno—. ¡Ven conmigo, ahora!

No entiendo qué está ocurriendo, pero un mal presentimiento se apodera de mí, helándome las manos.

—¿Hades? —una voz femenina resuena detrás de él —¿Qué está sucediendo aquí?

Perséfone aparece, avanzando con prisa. Sus pasos no suenan, pero su presencia hace que el aire se vuelva más cálido. Se detiene al verme.

—¿Flora? —su tono es de sorpresa.

Hago una reverencia para saludarla. Ella mira primero a Hades y luego a Rigel, como evaluando las piezas de un juego que solo ella entiende.

—Rigel la engañó —dice Hades, sin apartar sus vendajes de Orión—. La trajo aquí con engaños.

—¿Mi amigo no está aquí? —pregunto, apenas un susurro.

Perséfone se acerca a mí, su expresión se suaviza.

—Flora… no sé quién será tu amigo, pero debes saber que mientras más tiempo permanezcas aquí, menos podrás regresar a la Tierra. Si te quedas demasiado, estarás aquí para siempre.

La miro. Luego miro a Orión. Siento hervir el odio en mi pecho.

Entonces recuerdo sus palabras: Entonces, vivamos aquí, para siempre. No lo busques.

Esto era su plan. Que no encontrara a mi amigo.

¿Por qué? ¿Por qué a mí?

Jamás volveré a confiar en Orión.

—Mi amigo se llama Einar —mi voz tiembla, pero no cedo—. Él murió. Solo quiero verlo por última vez. Se los ruego.

Perséfone mira a Hades. Él asiente, despacio, como quien concede un permiso peligroso.

—Sígueme —dice Perséfone al fin. Pone su brazo alrededor de mis hombros en un gesto fraternal. Yo la sigo, con Kerberos en mis brazos, mientras sus tres cabezas siguen lamiendo mis mejillas como si intentaran calmarme.

***

Kerberos ¡Que tierno!




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