Huir de mi propia boda no estaba en mis planes, pero en esas me encontraba. Mis piernas habían emprendido la marcha antes de que tomara la decisión de forma consciente. Mi hermano Luken siempre decía que era una chica impulsiva y, en estos momentos, la razón lo asistía.
Mis zapatillas repiqueteaban sobre las lozas tan esmeradamente pulidas que casi era posible ver el reflejo de mi vestido de novia en el suelo. Mis padres se habían esmerado para que el castillo estuviera al punto para deslumbrar a los invitados al casamiento; lavaron las cortinas, pulieron los pisos y mandaron a sacar brillo a las estatuas de mármol. La princesa Nadine Mondragón, hija menor de los reyes de Dranberg, iba a casarse y la ocasión merecía bombo y platillo.
En la carrera dejaba atrás vasija tras vasija repleta de tulipanes; ni siquiera el invierno le había impedido a mi madre conseguir flores frescas para adornar los pasillos. Iba a ser una boda preciosa, lástima que no pensaba presentarme.
Mi padre iba a montar en cólera en cuanto le avisaran de mi huída. Pensar en su reacción me sofocó, pero más me sofocaba la idea de pasar el resto de mi vida con el hombre con el que me estaba obligando a desposar.
Los sirvientes se abrían a mi paso al verme acercarme. Debía ser una visión muy curiosa, la princesa corriendo desesperada en su vestido de novia.
Por el rabillo del ojo me pareció ver una figura alta y fornida que me seguía a la distancia, su inconfundible cabello plateado brillaba contra los rayos del sol del atardecer que entraban por los ventanales. No es real, no existe, dije para mí misma al tiempo que apretaba el paso.
Llegué al final del pasillo en donde comenzaban las escaleras que llevaban al vestíbulo. Me quedé de pie mirando los escalones, incapaz de dar el primer paso. Los guardias que custodiaban la entrada probablemente tratarían de impedirme salir, pero eso no era lo único que me detenía. La consciencia comenzaba a morderme, me decía incesante que escapar le rompería el corazón a mis padres.
Lo que iba a hacer dejaría en ridículo el nombre de la familia real, me volvería el hazmerreír del reino. Imaginar la decepción de los reyes me aguijoneó por dentro. Aferré mi mano al barandal de la escalera, el corazón me latía desbocado, pero mis pies ya no estaban tan seguros de la marcha.
—Manden traer a la princesa, es hora.
La voz de Luken viajó del vestíbulo a mi oídos para dejarme saber que la ceremonia estaba por comenzar.
Dubitativa, di un par de pasos hacía atrás. Necesitaba tiempo, unos minutos para acomodar mis ideas y tomar una decisión. A unos metros se encontraban las puertas del mirador del castillo; sin pensármelo, me precipité por ellas.
Dado que nos encontrábamos en la cima de una enorme montaña, el viento soplaba con fuerza, en especial hoy que era el primer día de invierno. Eso era justo lo que necesitaba: Aire, sentirme en libertad, aunque fuese una ilusión.
Como esperaba, el viento helado golpeó mi rostro en cuanto di el primer paso fuera. Algunos mechones de mi cabello se alborotaron contra mis mejillas. Mi elegante peinado de novia estaba estropeado. Poco me importó.
Hacía frío, mi vestido no era suficiente para abrigarme, pero prefería la intemperie que volver al interior para enfrentar lo que tenía que hacer. Corrí hasta dar con la baranda que me separaba del precipicio.
El sol en el horizonte me decía que el tiempo se me agotaba. Enormes lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas, eran lágrimas de desesperación e impotencia. Podía huir y perder a mi familia para siempre o quedarme y convertirme en la esposa obediente que mi prometido quería. Cualquier elección me rompería en pedazos.
El viento sopló con más potencia, como el rugido de un león. Cerré los ojos, apretando los párpados casi con la misma fuerza con la que mi corazón deseaba que él fuera real.
Si el hombre de cabello plateado existiera, todo sería distinto.
Por un instante, creí escuchar su voz en el viento, como la había escuchado tantas veces en sueños, diciéndome que era suya, que me reclamaba para sí. El frío se coló por mi nariz y casi pude percibir su esencia.
De mis labios escapó un sollozo mezclado con una risa frustrada. Si él fuera real, si en realidad me quisiera para él, nada de esto estaría pasando.
—Si soy tuya, ¡ven por mí! —grité al viento, sintiéndome una loca mientras lo hacía, hablándole a un hombre que no estaba ahí, alguien que yo había inventado—. ¡Anda, ven, te estoy esperando! —seguí, necia y ridícula, perdiendo un poco más de mi cordura.
El silencio que obtuve en respuesta me tragó como un abismo. El hombre al que le hablaba no existía, era un sueño, un producto de mi imaginación. Un escape que mi menté había producido para evadirme de mi odioso prometido, pero ahora era momento de admitir la realidad, dejar de fantasear con su apuesto rostro y soñar con que vendría a salvarme de mi casamiento. Estaba sola, nadie vendría en mi ayuda.
Mis piernas amenazaron con darse por vencidas, me aferré a la baranda, enterrando mis dedos contra la piedra hasta que las puntas se tornaron blancas. Estaba sola, completamente sola.
—Aquí me tienes, Nadine.
Su voz a mis espaldas me erizó la piel. Por un momento, me pregunté si de nuevo estaba alucinando, pero no, esto era real. Había escuchado su voz clara y concisa, no en el viento, ni en mis sueños, sino detrás de mí.