La reina del invierno

Capítulo 10

Tras unos minutos de silencio, Triana se giró de la ventana hacia mí. Aún había rastros de malestar en su rostro, la expresión de falsa alegría que se estaba forzando a mostrar no lograba ocultar sus verdaderos sentimientos. Mi hermana no podía quitarse el mal sabor de boca, la conocía demasiado bien como para que pudiera engañarme.

—Triana, perdóname por haberte hecho recordar el tiempo que pasaste en Winterberg —me disculpé contrita—. De haber sabido…

—Basta, olvidemos este bobo asunto que a nada bueno lleva. ¿Qué ganamos pensando en sueños para los que no tenemos explicación? ¡Nada! Mejor enfoquémonos en tu boda, eso es real y está a nada de suceder —sugirió tratando de sonar animada.

—Sí, mejor —dije procurando imitar su tono.

Triana me sonrió con cariño. Bajo la superficie seguía alterada por la alusión a los Invernales, sin embargo, el orgullo Mondragón no le permitía dejarse achicar por unos recuerdos desagradables.

—Hay algo que debo reconocerte. En verdad admiro lo bien que estás llevando la boda. Nunca pensé verte tan tranquila, en especial ahora que sé que el novio no es de tu agrado —dijo mirándome con aprobación.

—¿Qué otra opción me queda? —pregunté resignada—. La boda va a suceder sin importar lo que piense o haga.

—Concuerdo, pero cuando yo vivía aquí tú no eras tan madura. Recuerdo cuando te compartí mis recelos acerca de mi compromiso con Alexor y tú aseguraste que si papá algún día te imponía un matrimonio, montarías un berrinche descomunal. De esa antigua Nadine ya no hay rastro, ahora eres otra.

Triana pensaba que me estaba haciendo un cumplido, que halagaba mi madurez; sin embargo, tomé el comentario con la misma alegría que recibiría un puñetazo al estómago.

Sus palabras me hicieron verme a mí misma partida en dos mujeres: la antigua y la nueva Nadine. La joven decidida y fuerte, contra la que era ahora, una mujer opacada que iba a casarse por deber. Yo solía ser una chica impetuosa, decidida, la gente siempre se admiraba de mi carácter; ahora ya nadie se admiraría. Estaba cediendo el resto de mi vida, dejándome manejar como una triste marioneta. Qué bajo había caído. Lo que Triana alababa como madurez, no era más que blandura.

Darme cuenta de mi condición me sofocó. ¿En qué momento había dejado de ser yo misma para convertirme en esta sombra sin control de mi vida?

El aire me comprimió la garganta.

—¿Estás bien? Parece que vas a enfermarte —comentó mi hermana con gesto consternado.

—No… sí… quiero decir… necesito un minuto —balbuceé, poniéndome de pie de un brinco—. De pronto me sentí muy abrumada, quiero salir al fresco.

—¿Te afectó lo que dije? No debería, lo dije como un halago.

—Lo sé, lo sé —repliqué cortante—. No es eso, es la inminencia de lo que va a pasar, pero estaré bien. Ya sabes, nervios prenupciales y esas cosas. Solo necesito tomar un poco de aire para componerme.

—Te acompaño —se ofreció Triana caminando hacia mí.

—No es necesario. Es más, me vendría bien un momento a solas —dije, asfixiada en mi propia ansiedad, pero haciendo un esfuerzo sobrehumano para verme lo más compuesta posible y no alarmar más a Triana.

—¿Estás segura?

—Te digo que sí, voy y vengo.

—Bueno, si insistes, pero solo un momento. La boda se celebrará tan pronto se oculte el sol y debemos presentarnos en el recinto —me recordó mirándome preocupada.

—Tranquila, seré breve —dije ya dirigiéndome a la salida.

Pude ver en el gesto de Triana que moría de ganas de acompañarme, pero tuvo la amabilidad de respetar mis deseos.

—Te veo allá… no tardes —dijo dubitativa.

En cuanto puse un pie fuera del salón, eché a correr por el pasillo a toda prisa.

Creí que iba a ser capaz de someterme a mi destino, desposar a Kuno y cumplir el papel que se esperaba de mí, pero no era el caso.

Las palabras de Triana habían detonado una bomba en mi interior, me habían hecho abrir los ojos. No podía casarme, simplemente no podía. Entregarme a Kuno iba a acabar conmigo.

Huir de mi propia boda no estaba en mis planes, pero en esas me encontraba. Corriendo como una loca por los pasillos, dejando atrás ornamentos nupciales y vasijas llenas de flores.

Los sirvientes se abrían a mi paso al verme acercarme. Debía ser una visión muy curiosa, la princesa corriendo desesperada en su vestido de novia.

Por el rabillo del ojo, me pareció ver una figura alta y fornida que me seguía a la distancia, su inconfundible cabello plateado brillaba contra los rayos del sol del atardecer que entraban por los ventanales. No es real, no existe, dije para mí misma al tiempo que apretaba el paso.

Llegué al final del pasillo en donde comenzaban las escaleras que llevaban al vestíbulo. Me quedé de pie mirando los escalones, incapaz de dar el primer paso. Los guardias que custodiaban la entrada probablemente tratarían de impedirme el paso, pero eso no era lo único que me detenía. La consciencia comenzaba a morderme, me decía incesante que escapar le rompería el corazón a mis padres.

Lo que iba a hacer dejaría en ridículo el nombre de la familia real, me volvería el hazmerreír del reino. Imaginar la decepción de los reyes me aguijoneó por dentro. Aferré mi mano al barandal de la escalera, el corazón me latía desbocado, pero mis pies ya no estaban tan seguros de la marcha.




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