Rutina
Alzó levemente la barbilla, apoyándose con suavidad el lápiz en los labios. La pregunta había sido clara: ¿A qué llamamos superfetación? Un alumno avispado se adelantó a levantar la mano antes de que ni siquiera ella pudiera reflexionar sobre la respuesta. Desvió entonces su mirada a la ventana situada a su izquierda. Decenas de estudiantes se aglomeraban en las escalinatas. Algunos corrían con los libros bajo el brazo, otros conversaban y reían mientras sacaban sus paraguas, los más despistados observaban cómo las gotas comenzaban a golpear con fuerza sus rostros. Estaba siendo un otoño extremadamente lluvioso. El frío lograba calar los huesos, y los abrigos apenas podían proteger los cuerpos temblorosos del incesante viento.
Valeria sonrió de medio lado. Adoraba esos días grises y monótonos sin ningún tipo de sobresaltos. Los alumnos simplemente conversaban sobre el interesante profesor de Anatomía. Sus clases amenas enganchaban hasta a los más apáticos en el apasionante mundo del desarrollo embrionario. En los pasillos se comentaba el reparto de tareas para el próximo trimestre o los inminentes exámenes parciales, y en la cafetería, los compañeros charlaban sobre sus compras del fin de semana anterior, de sus salidas, de sus encuentros casuales o de su aburrida vida hogareña. Y todo esto era música para sus oídos. Se encontraba en un ambiente de excelencia cultural, de aprendizaje sublime, pero, sobre todo, de auténtica normalidad.
Atrás habían quedado las guerras ajenas, los objetos mágicos y la búsqueda angustiosa del espejo que los devolvería a casa. Silbriar era ya un vago espejismo que de vez en cuando la atormentaba en sueños, pero incluso esas pesadillas ya no eran tan frecuentes. Había decidido no mencionar la aventura vivida a sus hermanas, y ellas tampoco parecían interesarse mucho por la historia. Alguna que otra vez, Érika hacía un dibujo que podría reflejar los parajes sobrenaturales del otro mundo, sus cascadas infinitas, los atormentados acantilados azotados por un mar embravecido, los enigmáticos campos de colores donde colonias de extraños animales construían su hogar, pero nada más. Silbriar no era sino una anécdota que terminaría por desaparecer con el paso del tiempo, y eso la aliviaba enormemente.
Observó la vasta arboleda que se extendía por los jardines y suspiró. Existían también lugares bellos en este mundo, caprichos de la naturaleza que resultaban imposibles, casi mágicos, de los que poder disfrutar, pero también era consciente de que el mal no solo tenía su morada en el otro mundo. En una esquina cualquiera, en la calle más familiar, podía acechar un peligro, y ella lo conocía de sobra. La muerte de su madre pesaba todavía sobre su alma, y sabía que el dolor de su ausencia no se mitigaría jamás.
Caminó junto a sus dos nuevas amigas de la facultad, Rocío y Almudena. Con ellas pasaba la mayor parte del tiempo en ese imponente edificio de cemento. Su compañía era agradable y sincera. La primera tenía un carácter más sosegado, en cambio, Almudena era más dicharachera y ocurrente, pero ambas le aportaban a Valeria algo que había perdido hacía tiempo: amistad.
Corrieron con nerviosismo hacia los listados que colgaban de la pared. Hacía dos semanas que esperaban conocer los equipos formados para el trabajo de Fisiología del profesor Palenzuela. Valeria, de puntillas, trataba de encontrar su nombre entre los numerosos alumnos que ansiosos se agolpaban para mirar aquellos folios.
—Estamos juntas, tía —saltó Almudena, abrazando a Rocío—, y con otra que se llama Catalina, que no tengo ni idea de quién es.
—Lo siento. —Rocío agarró la mano de Valeria—. Es una pena que no estemos las tres juntas. Me hacía mucha ilusión… Pero a lo mejor puedes cambiar.
—Te ha tocado con un tal Jonay. ¿Qué clase de nombre es ese? ¿Sabes quién es?
Negó con la cabeza. No tenía relación con todos los compañeros de la clase, ya que eran demasiados. Se había aprendido algunos nombres, pero ese concretamente no lo asociaba con ninguno que conociera. Rezó para que no se tratase del extraño alumno que se sentaba en primera fila y moqueaba continuamente. Preocupada, mordisqueó su labio inferior. Realizar un trabajo con un completo desconocido no era algo que la entusiasmara.
Se dejó caer en uno de los bancos de la cafetería. Rocío le lanzó una mirada compasiva. Era evidente que su rostro estaba siendo muy transparente, así que intentó relajarse, aunque sin mucho éxito.
—Hay un chico que te mira con ojos de «cachorrito necesita cariño».
Almudena hizo que desviara su atención hacia los estudiantes que hacían cola en la barra. Enseguida divisó al muchacho al que se refería su amiga. Él la saludó, y no pudo evitar sonrojarse ni bajar la cabeza para que nadie advirtiera su incomodidad. Al alzarla de nuevo, descubrió al chico plantado frente a ella con una bandeja, y sin ser invitado, tomó asiento.
—Creo que estamos juntos para lo del trabajo. Soy Jonay, por cierto. Vamos a tener que ponernos manos a la obra si queremos sacar buena nota.
Tenía una dentadura perfecta, casi de anuncio. Su sonrisa inmaculada contrastaba con su bronceado de envidia. Su cabello azabache se ensortijaba alrededor de sus orejas y caía como caracoles sobre su frente amplia. Pero si algo destacaba de ese rostro anguloso eran sus ojos, puros como dos esmeraldas sin esculpir. Rocío parecía embobada ante su presencia. Almudena, que siempre escupía frases sin mesura, había enmudecido, y Valeria procuraba mantener el talante ante el descaro de sus dos amigas. Apenas escuchaba lo que decía. Hablaba del tema a elegir, de los ratos libres disponibles para poder trabajar juntos. Por fin pudo concentrarse en su voz. Era melodiosa, y su acento no era del lugar. Aspiraba las eses, no pronunciaba las zetas y hablaba pausado pero con tono enérgico al mismo tiempo.
—¿De dónde eres? —soltó sin más—. Es evidente que no de por aquí.