La reina que se niega a ser esclava.

Capítulo 1: El Cuervo.

La sangre no debería mezclarse con el vino. Pero esta noche, ambos se sirven en la misma copa.

El salón huele a pólvora guardada y ambición reprimida. Es un aroma que conozco mejor que el perfume de mi madre—si es que alguna vez lo tuve. La pólvora tiene memoria. Se adhiere a la madera, se filtra en el terciopelo, marca a los hombres que la han usado. Puedo olerla en cada uno de los bastardos que ocupan estas sillas, disfrazada bajo capas de colonia francesa y cigarros cubanos. Pero está ahí. Siempre está ahí.

No hay flores porque en este mundo las flores son para los muertos, y yo todavía respiro. Las cortinas de terciopelo negro absorben cada susurro, cada respiración calculada de los hombres que alguna vez besaron el anillo de su padre y ahora miden cuánto tardaré en caer. Puedo sentir sus miradas como agujas clavándose en mi nuca. Están apostando. Unos me dan seis meses. Los más optimistas, un año. Ninguno apuesta por más de dos.

Los candelabros cuelgan como guillotinas de cristal. La luz que proyectan no ilumina—delata. Cada rostro es una máscara. Cada sonrisa, una navaja sin desenvainar. He contado diecisiete sonrisas hasta ahora. Diecisiete mentiras vestidas de dientes blancos y cordialidad forzada.

Conozco a la mitad de estos bastardos. Enterré a la otra mitad.

Me ajusto los gemelos de plata—los mismos que usé la noche que maté a mi primer traidor—y espero. El metal está frío contra mi piel. Pequeño recordatorio de que sobreviví entonces y sobreviviré ahora. Un cuervo no caza. Espera a que la carroña se pudra sola. Y esta sala entera apesta a descomposición.

1.1. La Entrada de Romina Nivar

Romina Nivar entra cuando el reloj marca las nueve en punto. No es casualidad. Nada en su mundo—en nuestro mundo—es casualidad. Su padre siempre decía que las decisiones importantes se toman cuando el día muere y la noche aún no gobierna. Ese espacio gris donde todo puede justificarse. Donde la moral se vuelve negociable.

Las puertas dobles se abren sin sonido. Alguien aceitó las bisagras esta mañana. Detalle pequeño. Importante. En estos eventos, un chirrido puede arruinar la entrada, y una entrada arruinada puede interpretarse como debilidad. Nadie puede permitirse parecer débil aquí.

El vestido es gris ceniza, no blanco. Alguien entendió el mensaje. No hay pureza aquí. No hay inocencia que celebrar. El tul se arrastra como una mortaja elegante, y cada paso que da suena a tierra cayendo sobre un ataúd. El sonido reverbera en el mármol italiano—otro capricho del viejo Don, que insistía en que todo lo que pisara debía ser importado, como si este suelo no fuera lo suficientemente bueno para su imperio.

Lleva el cabello recogido con alfileres de diamante que alguna vez fueron de su madre—la única mujer que supo plantar balas y cosechar imperios. Isadora Nivar. La Reina sin Corona. Murió cuando Romina tenía once años. Dicen que fue cáncer. Yo sé que fue veneno. El viejo Don me lo confesó una noche, borracho y nostálgico, antes de hacerme jurar que nunca se lo diría a su hija.

Algunos secretos pesan más que cadáveres.

El rostro de Romina es una piedra tallada. Hermosa. Inexpresiva. Letal en su indiferencia. Tiene los pómulos altos de su madre y la mandíbula cuadrada de su padre. Una combinación que la hace parecer esculpida para la guerra, no para el amor. Sus labios son una línea recta, sin el menor temblor. Sin rastro de lágrimas. Las novias suelen llorar. Ella no.

Romina no camina como víctima. Camina como sentenciada que conoce cada palabra del veredicto y ha decidido no suplicar. Hay una diferencia crucial entre rendirse y aceptar. Ella está aceptando. Por ahora.

Los hombres a los lados apartan la mirada. Por respeto, dicen sus gestos. Pero yo leo el miedo en cómo enderezan la espalda, en cómo ajustan sus corbatas con dedos nerviosos. Le temen a lo que representa: el último nombre que importa, la última gota de sangre pura en un reino de bastardos y usurpadores. Mientras ella viva, ellos son solo renteros en un imperio que nunca les perteneció.

Detrás de ella, como sombras obedientes, vienen tres damas de honor que parecen de esas mujeres llamadas a llorar a los entierros. Plañideras profesionales. Todas visten de gris. Todas tienen los ojos vacíos, como ventanas a habitaciones abandonadas. Han visto demasiado. Saben que esta boda no es un principio. Es el acta de defunción de todo lo que fue.

La del centro—Lucía, creo que se llama—lleva el ramo. No son rosas. Son lirios. Flores de funeral. Otro mensaje cifrado. Me pregunto si lo eligió Romina o si fue idea de Florencia, la Serpiente, que siempre tuvo un gusto mórbido por el simbolismo.

Yo la espero al pie del altar improvisado—una mesa de roble manchada con la historia de quinientos acuerdos rotos. La madera está grabada con iniciales que ya no significan nada. Pactos que terminaron en traición. Alianzas que se disolvieron en sangre. Paso los dedos sobre una de las marcas mientras espero. "L.M. + R.V." Luis Morales y Ricardo. Firmaron aquí un tratado de paz en 1997. En 1998, Morales apareció colgado de un puente.

No hay sacerdote de verdad. Solo un notario con los papeles correctos y la boca cerrada. Se llama Joaquín Ruiz. Le pago lo suficiente para que olvide su nombre si es necesario. En nuestro mundo, se dejaron de celebrar matrimonios de manera convencional hace décadas. La Iglesia se cansó de bendecir uniones que terminaban en asesinato. Ahora solo firmamos. Como si fuéramos corporaciones fusionándose. Que, en esencia, es exactamente lo que somos.

Romina avanza. Treinta y dos pasos desde la puerta hasta donde estoy. Los cuento. Es un hábito. Siempre cuento. Salidas. Pasos. Respiraciones. La información es supervivencia.

Cuando está a diez pasos, nuestras miradas se encuentran.

Y el salón desaparece.

1.2. El Propósito del Cuervo

Soy El Cuervo. No porque sea negro o porque vuele. Sino porque llego cuando todo ha terminado, cuando los vivos se han ido y solo quedan los pedazos. Los fragmentos. Las manchas que alguien tiene que limpiar antes de que la policía haga preguntas incómodas.




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