La sangre no debería mezclarse con el vino. Pero esta noche, ambos se sirven en la misma copa. El salón huele a pólvora guardada y ambición reprimida. No hay flores porque en este mundo las flores son para los muertos, y yo todavía respiro. Las cortinas de terciopelo negro absorben cada susurro, cada respiración calculada de los hombres que alguna vez besaron el anillo de su padre y ahora miden cuánto tardaré en caer. Los candelabros cuelgan como guillotinas de cristal. La luz que proyecta no ilumina—delata. Cada rostro es una máscara, cada sonrisa una navaja sin desenvainar.
Conozco a la mitad de estos bastardos. Enterré a la otra mitad. Me ajusto los gemelos de plata—los mismos que usé la noche que maté a mi primer traidor—y espero. Un cuervo no caza. Espera a que la carroña se pudra sola.
1.1. La Entrada de Romina Nivar
Romina Nivar entra cuando el reloj marca las nueve. No es casualidad. Su padre siempre decía que las decisiones importantes se toman cuando el día muere y la noche aún no gobierna. Ese espacio gris donde todo puede justificarse.
El vestido es gris ceniza, no blanco. Alguien entendió el mensaje. El tul se arrastra como una mortaja elegante, y cada paso que da suena a tierra cayendo sobre un ataúd. Lleva el cabello recogido con alfileres de diamante que alguna vez fueron de su madre—la única mujer que supo plantar balas y cosechar imperios. Su rostro es una piedra tallada. Hermosa. Inexpresiva. Letal en su indiferencia. Romina no camina como víctima. Camina como sentenciada que conoce cada palabra del veredicto y ha decidido no suplicar.
Los hombres a los lados apartan la mirada. Por respeto, pero más por miedo a lo que representa: el último nombre que importa, la última gota de sangre pura en un reino de bastardos y usurpadores. Detrás de ella, como sombras obedientes, vienen tres damas de honor que parecen de esas mujeres llamadas a llorar a los entierros. . Todas visten de gris. Todas tienen los ojos vacíos. Han visto demasiado. Saben que esta boda no es un principio. Es el acta de defunción de todo lo que fue.
Yo la espero al pie del altar improvisado—una mesa de roble manchada con la historia de quinientos acuerdos rotos. No hay sacerdote de verdad. Solo un notario con los papeles correctos y la boca cerrada. En nuestro mundo, se dejaron de celebrar matrimonios de manera convencional hace décadas.
1.2. El Propósito del Cuervo
Soy El Cuervo. No porque sea negro o porque vuele. Sino porque llego cuando todo ha terminado, cuando los vivos se han ido y solo quedan los pedazos.
Tenía catorce años cuando recogí mi primer cuerpo. No era mi trabajo. Era mi castigo por robar pan del mercado equivocado. El Don—su padre—me agarró del cuello y me arrastró hasta el callejón donde yacía uno de sus tenientes con tres balas en el pecho.
"Si quieres comer de mi mesa," me dijo, "aprende a limpiar mi estiércol."
Lo limpié. Y seguí limpiando. Dieciocho años después, he limpiado ciento cuarenta y siete errores. Conozco setenta y tres formas de hacer desaparecer un cuerpo. Sé qué ácido disuelve hueso sin dejar rastro y qué mentira sostiene una familia durante generaciones. Nunca toqué lo sagrado. Ella era sagrada. Hasta esta noche.
Porque cuando su imperio cayó—cuando las balas encontraron a su padre en su propia sala de juntas y la traición llegó desde dentro—quedé como única opción. Además del mejor. El único. El que conocía cada secreto, cada túnel, cada nombre en la lista negra. Me ofrecieron reconstruir el imperio. A cambio, ella. No dije que no. En estos mundos, responder con un"no" es un viaje hacia a los muertos.
1.3. El Intercambio del Contrato
Ella llega frente a mí y por primera vez en años nuestras miradas se cruzan. Sus ojos son verdes como billetes viejos, verdes como el moho que crece en las tumbas sin nombre. Hay odio ahí. Pero también hay algo peor: reconocimiento. Me conoce. Sabe quién soy. Qué hago. Qué he hecho.
El notario carraspea. Lee del documento con voz monótona, como si estuviera recitando una orden de embargo. Propiedad. Responsabilidad. Jurisdicción. Ni una simple palabra sobre amor.
"¿Consiente usted, señorita Romina Nivar, en unirse mediante este contrato matrimonial a—" "Acepto."
Su voz se esparce entre el aire con completa seguridad y sin pausa, con eficiencia. El notario parpadea. Mira hacia mí.
"¿Y usted, señor Dante Murillo, consiente en—" "Acepto."
No necesito escuchar el resto. Firmé este pacto hace tres semanas con sangre en las manos y whisky en la garganta. El notario cierra la carpeta. No hay anillos. No hay beso. Solo hay firma—su mano temblorosa dejando tinta negra sobre papel amarillento que huele a archivo y traición. Los aplausos vienen como ráfagas de ametralladora. Cortos. Secos. Obligatorios.
1.4. El Análisis de las Amenazas
Entre los invitados, las verdaderas amenazas se revelan.
Florencia Iscariote (La Serpiente): Está recostada contra la columna del fondo, envuelta en un vestido rojo que parece lengua dividida en dos puntas . La consejera. La que susurró al oído del viejo Don las noches previas a su caída. Me observa como si estuviera calculando cuánto tiempo tardaré en volverme prescindible. La Serpiente siempre muerde dos veces.
El Padre Esteban Varela (El Ciervo): Solloza discretamente cerca de la salida. Párroco que cree en la redención. Pobre iluso. Pero útil. Los creyentes siempre son útiles cuando necesitas que alguien mienta con convicción.
Aurora Killian (La Mantis): No ha llegado. La sicaria. Su ausencia es peor que su presencia. Cuando la Mantis falta a una reunión importante, significa que está trabajando. Me pregunto quién será el blanco esta vez. Me pregunto si soy yo.
1.5. El Baile de la Guerra
La música comienza. Un tango lento que parece marcha fúnebre disfrazada de elegancia. Romina me ofrece la mano. Toco su piel y es hielo envuelto en seda. La llevo al centro del salón. Gladiadores esperando sangre.