La Reliquia Encantada

Emboscada

El cielo estaba teñido de sangre y un humo negro se extendía de forma inquietante, ocultando las nubes de la mañana. Gran parte de la zona norte estaba cubierta por infernales llamas, las cuales arrasaban todo a su paso. La desesperación y el desasosiego eran los peores enemigos de los aldeanos. Los que vivían en la parte norte ni siquiera habían tenido ocasión de huir, ya que los invasores avanzaron sin piedad, acechando como una manada de lobos frente a un rebaño. Al parecer, las huestes enemigas estaban interesadas en una información concreta ya que tomaban prisioneros y los interrogaban. No obstante, si no obtenían una respuesta satisfactoria, tomaban represalias.

A pesar de las habilidades de los asaltantes, no llegaron aún hasta el centro de la ciudad y tampoco habían sonsacado información privilegiada. Fuera lo que fuese lo que andaban buscando esos hombres, nada ni nadie los detendría.

 

Cassandra se precipitó hacia el ágora, donde muchos soldados de la aldea estaban apilados. No se encontró con ninguno de sus vecinos, lo que sugería que los defensores habían desempeñado de manera satisfactoria su labor de asegurar a los civiles en el puerto.

El alcalde Iulio alzó su grave voz para que ésta alcanzase a todos sus oyentes:

–tenemos que proteger Laften a cualquier coste. ¡No permitiremos que Baltor se haga también con nuestra aldea! –Al oír esto, los soldados vitorearon a su líder–. A pesar de la dificultad de las circunstancias, tengo un plan. Se trata de que usemos nuestro propio poblado como arma: nos esconderemos y cuando los enemigos lleguen hasta este punto los emboscaremos. Estarán rodeados por todas partes y será nuestra oportunidad, ahora acercaos todos y os enseñaré las posiciones que debéis tomar.

El escaso y canoso pelo del alcalde dejaba ver sus amplias entradas. Su mirada era profunda, a la vez que imponía respeto y sus desafiantes ojos eran de color gris. A pesar de las marcadas arrugas de su rostro, su cuerpo estaba en forma y no tenía nada que envidiar al de sus guardias.

 

Los reclutas se fueron aproximando a Iulio en orden, éste les iba señalando una zona en un improvisado mapa de la aldea, dibujado en la tierra y ellos le obedecían, ocupando sus puestos. Sin embargo, un joven soldado le interrumpió:

–¿qué pasa con las personas y soldados que están en el norte? ¿Se Sabe algo de ellos? –Iulio lo miró con cara de pocos amigos y espetó–: no, así que vuelve a tu puesto y no interrumpas más.

Éste no volvió a preguntarle y se esfumó. Cuando Iulio terminó su tarea, vio llegar a Cassandra.

–¿Qué haces aquí? ¿No debería estar en el embarcadero?

–¿Usted qué cree? ¡Pienso luchar!

–Pero, ¿Y sus hijos? –Tras el silencio de la mujer, Iulio añadió–: bueno, no es de mi incumbencia y el tiempo apremia. Ahora lo que más me preocupa es el destino de nuestra aldea y todo combatiente es bienvenido.

–¡Gracias, no te decepcionaré! ¿Cuál será mi posición?

–Te apostarás allí –dijo señalando una de las calles angostas. Cassandra iba a dirigirse hacia allí, pero Iulio la detuvo–: ¿tienes un arma? –Ella asintió y mostró un palo de madera. Él como respuesta le dio una lanza y entonces ella arrojó la vara para sustituirla.

–Eso será más útil ¿Sabes usarla? –Ella no contestó, sino que se limitó a ocupar su posición.

 

Todos los soldados se colocaron en sus respectivas ubicaciones: algunos se escondían sobre los tejados con arcos en mano y un carcaj colgado en sus respectivas espaldas. Otros, detrás de los edificios con lanzas, picas o espadas ya desenfundadas. Iulio se encontraba en la vía principal, esperando el momento idóneo para dar la señal de ataque.

Cassandra reparó en que se encontraba rodeada de soldados imberbes, casi sin experiencia, pues ellos sujetaban sus armas de forma insegura y les temblaba todo el cuerpo. El equipamiento, que llevaban éstos, era bastante precario: Las armas en su inmensa mayoría se encontraban melladas y desafiladas, las armaduras se hallaban muy desgastadas y en mal estado. A pesar de ello, se mantenían en las posiciones estratégicas que Iulio les había encomendado.

El paso de las tropas enemigas resonaba en toda el poblado y los defensores se ponían aún más nerviosos, las expresiones de sus caras denotaban pavor, pero intentaban mantenerse firmes. El equipamiento de los enemigos se diferenciaba mucho del de ellos: portaban lanzas y espadas de materiales más resistentes, lucían una armadura de láminas metálicas que se encontraba en perfecto estado.

La tropa desfilaba de forma ordenada por las calles, una vez que llegaron al centro del pueblo, se sorprendieron al encontrarlo desierto por completo. Los enemigos fueron avanzando con lentitud por el ágora y otros se separaron del grupo para inspeccionar las calles de alrededor. Cuando la mayor parte de las tropas se hallaban en el centro, un grito potente surgió de la vía principal:

–¡ahora! ¡A la carga! –Iulio se precipitó hacia ellos con una espada alzada en la mano. Después de la señal del alcalde, una lluvia de flechas se ciñó contra los invasores, algunos desviaron las flechas con sus escudos, pero otros no tuvieron tanta suerte y cayeron al instante.

Los soldados no fueron los únicos en intervenir en el conflicto, sino que algunos civiles ocultos, salieron de sus escondites. Y acudieron prestos al combate con hoces, bastones, hachas o martillos alzados en sus manos. Algunos incluso llevaban un trozo de madera o de tronco a modo de escudo, o bien, iban desarmados.




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