La Reliquia Encantada

Minerva

Ariadna se despertó sobresaltada debido a una de sus habituales pesadillas. Desde el día en el que supo de la muerte de su padre, éstas eran aún más constantes. En ésta última, la chica se encontraba entre tanta oscuridad que no podía ver siquiera sus manos. Mientras andaba en penumbra cayó por un precipicio. Entonces una tenue luz iluminó el caos en medio del que se hallaba: una pila de cuerpos se amontonaba sobre el suelo, donde halló el cuerpo inerte de su hermano. Apareció una figura encapuchada riendo de forma maliciosa. Fue entonces cuando despertó empapada de sudor.

Al mirar a su alrededor, comprendió que seguía en aquella estancia maloliente y descuidada, y permanecía tumbada en la cama junto a su hermano. Cuando se hubo restregado los cansados ojos con las manos, miró al niño y contempló durante un rato como dormía «parece un ángel» pensó. Después tornó su mirada hacia las dos figuras femeninas que estaban en la cama contigua, Helena y Dafne que también dormían.

Se incorporó mientras estiraba su cuerpo y se aproximó a la ventana, dedujo que era muy temprano pues el sol no había salido aún. Ella contempló las primeras luces del alba antes de la salida del astro. Luego sacó de la bolsa infinita un vestido azul, sostenido mediante un broche dorado. Se vistió sin apenas hacer ruido. Pensó que quizás sería mejor salir de la habitación y adelantarse para comprar víveres y ropa en la posada, si es que estaba abierto el servicio a esas horas.

Abrió la apolillada puerta de madera y aunque cerró con mucho cuidado, ésta emitió un leve crujido. Ariadna deseó que fuese lo suficiente leve como para no despertar a sus amigos, pues quería que durmieran suficiente para el arduo viaje que les esperaba. Nada más y nada menos hasta el bosque Drajar. Quizás no estuviese demasiado lejos, pero para ellos que no estaban acostumbrados a viajar sería un duro periplo.

Entonces reparó que una vez que estuviesen en el bosque, deberían recorrerlo en busca de una persona, la tal Hipólita a la que ni siquiera conocían. Comprendió que la misión encomendada era tan estúpida como necesaria ¿Pues a qué otro lugar podría ir? Todas las zonas de Irëdia, excepto esa, estaban controladas por el maléfico rey.

Se angustió al pensar que la comida y bebida que poseían quizás no fuera suficiente, e incluso especuló un rato sobre los posibles peligros. Trató de concentrar su mente en otra cosa y echó un vistazo a la estancia que ahora tenía ante sus ojos: el largo pasillo que la noche anterior recorrió junto con sus amigos y la amable posadera.

Posó su mirada por los múltiples cachivaches colgados de la pared en los que no reparó antes: algunos parecían asas o trozos de jarrón, cuya causa por la que estaban allí ella desconocía. Pensó que podían estar para decorar, pero esos objetos inservibles allí colgados afeaban aún más la estancia. Esta vez el deprimente pasillo gris le pareció más corto, quizás esto se debía a que estaba más descansada. Cuando puso su pie en el primer escalón, no pudo evitar chocarse con la posadera que subió corriendo las escaleras. Ni siquiera le dio tiempo a apartarse. La mujer no se mostraba tan simpática como anoche, sino que estaba seria. Al verla se le pusieron los ojos como platos, parecía muy sorprendida.

—Eres Ariadna, la hija de Néstor, ¿verdad? —le preguntó.

Ella se quedó congelada ¿habían descubierto su identidad? Reaccionó más pronto de lo que ella misma esperaba y de manera instintiva negó con la cabeza.

—Lo siento, pero soy Ura de Épones, se equivoca de persona –corrigió ella lo más convincente que pudo.

—No hace falta que finjas ¡saben que estás aquí!

Al oír a la posadera, su rostro se puso blanco como la nieve y titubeó:

—¿Có... cómo?

—Tranquila, todavía hay gente que quiere ayudarte y tienes la suerte de que soy amiga de Demetrio y también lo fui de tu padre, una verdadera pena su pérdida.

Por su expresión parecía que lo decía de corazón y que realmente lo sentía. La mujer hizo una breve pausa, como si estuviera lidiando con algún conflicto interno, y cambió repentinamente de tema:

—Por cierto, he de admitir que nunca pensé que te conocería y mucho menos que te alojarías aquí. Bueno, el tiempo apremia y no es momento de cháchara, así que recoge tus cosas y sígueme.

La muchacha seguía impactada por la noticia, pero reaccionó y corrió hacia la habitación de nuevo. No sabía si confiar en esa mujer, pero lo que si era cierto es que conocía su identidad y tenía que largarse cuanto antes de allí. Cuando abrió la puerta todos estaban levantados e incluso se habían cambiado de ropa: Dafne llevaba una túnica verde prestada por Helena, su prima un vestido marrón a juego con sus sandalias y Ciro un quitón[1] blanco, una clámide[2] roja y unas botas largas.

—¡Tenemos que irnos! —exclamó Ariadna angustiada.

—Lo sabemos, ¡hay guardias abajo! Los hemos visto por la ventana —aseguró Helena mientras cogía una de las bolsas que había sobre la cama.

El rostro de Ariadna no se puso más blanquecino porque ya no podía ir a peor, realmente tenía muy mal aspecto.

—¡Vamos, venid por aquí! —clamó la posadera situada a las espaldas de Ariadna. Dudaron un momento, pero al ver que no tenían otra escapatoria, obedecieron a la mujer.

—¡Eh! Las escaleras están en esa dirección —dijo Helena.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.