La rendición de la reina

Capítulo 18

Como ambos habían previsto, la guerra de voluntades en la terraza no encontró tregua, sino un nuevo campo de batalla. La ira se convirtió en un combustible para el deseo, y la lucha por el control se tradujo en un frenesí de piel contra piel. Alejandro la tomó con una posesividad feroz, como queriendo marcarla y borrar la sombra de Corvus, y Lucrecia le respondió con la misma intensidad, una batalla silenciosa donde los gemidos eran victorias y las caricias, rendiciones.

Horas más tarde, el sol comenzaba a teñir el horizonte de un pálido color naranja. Yacían en silencio, no abrazados, pero conscientes de cada respiración del otro. La tormenta había pasado, dejando una calma extraña y vulnerable. Fue Alejandro quien la rompió, su voz apenas un susurro en la penumbra.

—¿Quién te hizo tanto daño, Lucrecia?

La pregunta la desarmó por completo. No era una acusación, ni un interrogatorio. Era una caricia verbal, una muestra de genuina curiosidad que atravesó todas sus defensas. Ella, que siempre tenía una respuesta calculada, se quedó en silencio. Giró la cabeza sobre la almohada para mirarlo.

—El mundo entero —respondió ella con una honestidad brutal que no sabía que poseía—. Y me cobré cada deuda.

Él no insistió, pero en su mirada, Lucrecia vio nacer algo nuevo: empatía. Un entendimiento tácito de que bajo la secretaria eficiente y la amante desafiante, había una mujer forjada en el fuego.

El momento íntimo fue interrumpido por la vibración insistente del teléfono de Alejandro sobre la mesita de noche. Era Isabella Montague. Alejandro activó el altavoz.

—Gobernador, creo que tengo algo grande —la voz de Isabella sonaba excitada, sin aliento—. La "Sombra de la Noche". Su composición es... arcaica. La base química fue patentada hace quince años por una farmacéutica de Ravenport que desapareció: "Farma-Corp".

Lucrecia se irguió sobre sus codos, el corazón latiéndole con fuerza.

—Farma-Corp quebró, ¿no? —preguntó Alejandro, incorporándose también.

—No exactamente —corrigió Isabella—. Justo antes de declararse en bancarrota, fue comprada en secreto por un consorcio privado. He pasado toda la noche rastreando las empresas fantasma. Los nombres de los socios principales están bien enterrados, pero encontré al apoderado legal que firmó casi toda la transacción.

—¿Quién? —preguntó Alejandro, con un mal presentimiento.

—Un abogado que entonces era muy joven, pero claramente ambicioso. Su nombre aparece en todas las actas. Fernando Méndez.

El nombre resonó en la habitación como un disparo. Lucrecia observó cómo el rostro de Alejandro palidecía, cómo la incredulidad daba paso al horror. Su mejor amigo. El hombre que le había aconsejado tomar a Lucrecia como amante.

—No... —negó Alejandro, sacudiendo la cabeza—. Fernando no haría algo así. Es imposible.

—Gobernador, los documentos no mienten —insistió Isabella—. Y hay algo más. El principal activo de Farma-Corp no eran sus patentes, sino sus propiedades. Eran dueños de una gran cantidad de terrenos en los barrios bajos... terrenos que se revalorizaron enormemente después de una serie de incendios muy oportunos hace trece años.

Lucrecia sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies.

La noche. El fuego. La masacre.

No había sido un robo que salió mal. Había sido una limpieza. Una operación corporativa para apoderarse de las tierras donde vivía su familia.

Su venganza, que había sido una tormenta ciega, ahora tenía un epicentro. Y ese epicentro era el círculo más íntimo del hombre con el que acababa de compartir su cama. Se levantó, buscando su ropa, sintiendo una náusea repentina.

Alejandro la vio moverse, vio el shock en su rostro, aunque no podía comprender su magnitud.

—Lucrecia...

Ella se detuvo, dándole la espalda.

—¿Qué tan bien conoces a tus amigos, Gobernador?—preguntó, su voz temblando de una furia helada que había mantenido dormida por años.

El juego había cambiado. Ya no se trataba de un contrato o de seducción. Ahora, el asesino de su familia tenía nombre, y era el mejor amigo de su amante.




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