La rendición de la reina

Capítulo 19

El nombre de Fernando Méndez quedó suspendido en el aire viciado de la habitación. Para Alejandro, era el sonido de su mundo fracturándose. Para Lucrecia, era el sonido de una lápida, la primera de muchas que planeaba erigir.

Se vistió en un silencio gélido, cada prenda una nueva capa de la armadura que creía haber abandonado en esa cama. Alejandro la observaba, su mente luchando por conciliar la imagen de su amigo de toda la vida —el padrino de su hija, el hermano que eligió— con la de un monstruo corporativo.

—No puede ser él —repitió Alejandro, más para convencerse a sí mismo—. Conozco a Fernando desde que éramos niños. No tiene esa maldad.

Lucrecia se giró, sus ojos verdes ya no contenían la pasión de la noche, sino el frío cortante del acero.

—Quizás no lo conoces tan bien como crees. O quizás no quieres ver lo que tienes delante —se acercó, su voz baja y precisa—. Los documentos no mienten, Alejandro. El veneno de la fiesta. Los terrenos. Los incendios de hace trece años. Mi... —se detuvo, corrigiéndose a tiempo— ...las familias que murieron en esos incendios. Todo conecta con él, con su firma.

Él quería rebatir, gritar que era una coincidencia, una manipulación. Pero entonces recordó la nota de su hermano: “El verdadero enemigo está más cerca de lo que piensas”. Rafael lo sabía. Rafael había intentado advertirle.

Viendo la duda en sus ojos, Lucrecia supo que estaba en una encrucijada. El camino de su venganza ahora se cruzaba directamente con el de él. Necesitaba saber de qué lado de la línea se pararía.

—Si estás tan seguro de su inocencia —dijo ella, lanzando el desafío—, entonces no tienes nada que temer. Ayúdame a demostrarla.

Él la miró, confundido.

—¿Cómo?

—Tenemos que entrar en su despacho. En su casa. Necesitamos acceso a sus archivos privados, a sus ordenadores. La verdad debe estar ahí. Si es inocente, encontraremos las pruebas que lo exculpen y que apunten al verdadero culpable. Si es culpable... —dejó la frase sin terminar, pero la promesa de violencia flotaba en el aire.

Alejandro sintió un vértigo. Ella le estaba pidiendo que traicionara a su mejor amigo de la forma más íntima. Que violara su confianza basándose en la palabra de una mujer a la que apenas conocía y en pruebas circunstanciales.

Y sin embargo... la voz de su hermano resonaba en su cabeza. La imagen del empresario convulsionando en el suelo del salón. La mirada de Lucrecia, que por primera vez no parecía un juego, sino un dolor profundo y real.

Tomó una decisión. La más difícil de su vida.

—De acuerdo —dijo, su voz ronca—. Lo haré. Pero no por ti. Lo hago por mi hermano. Y porque soy el Gobernador de esta ciudad y juré encontrar la verdad, sin importar a quién salpique.

Una alianza frágil y peligrosa nació en esa habitación.

Pasaron las siguientes horas planeando. Y fue ahí donde Alejandro vio a la verdadera Lucrecia. No a la secretaria, no a la amante. Vio a una estratega brillante. Su mente era un mapa de la ciudad y de sus vulnerabilidades.

—Fernando siempre juega al golf los viernes por la tarde —dijo Alejandro—. De tres a seis. Su casa queda vacía. Su esposa siempre aprovecha para ir de compras.

—Demasiado arriesgado —replicó Lucrecia al instante—. Las casas de esa zona tienen seguridad privada de primer nivel. Sensores de movimiento, cámaras. Pero su despacho en el centro... es diferente. La seguridad del edificio es estándar. Y yo tengo los planos.

Alejandro la miró asombrado.

—¿Cómo tienes los planos?

Ella esbozó una media sonrisa.

—Tengo muchos talentos. La hora de la limpieza es a las diez de la noche. Crean una brecha de siete minutos en el sistema de vigilancia del piso 25 cuando desactivan los sensores para no interferir con las máquinas pulidoras. Siete minutos. Es todo lo que necesitamos.

El plan era audaz. Suicida, incluso. Pero mientras la escuchaba detallar cada paso, cada contingencia, Alejandro comprendió que no estaba hablando con una simple secretaria. Estaba hablando con alguien que entendía la oscuridad.

Esa noche, bajo un cielo sin estrellas, se encontraron en el callejón trasero del imponente edificio de "Méndez & Asociados". Lucrecia vestía de negro, su rostro serio y concentrado. Alejandro sentía el corazón martillearle en el pecho, la culpa y la adrenalina luchando en sus venas.

Ella le entregó un pequeño dispositivo electrónico.

—Esto desactivará la cerradura magnética. Tienes tres minutos para copiar los archivos de su servidor principal a este disco. Yo vigilaré desde la azotea de enfrente. Si algo sale mal, me iré. Y tú estarás solo.

Él asintió, aceptando las duras condiciones. La miró a los ojos en la penumbra.

—Después de esto, nada volverá a ser igual —dijo él.

La mirada de Lucrecia fue insondable.

—Nunca lo fue.




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