La rendición de la reina

Capítulo 20

El aire en el callejón era denso y frío. Lucrecia, apostada en la azotea del edificio de enfrente, observaba a través de unos binoculares de visión nocturna. Para ella, esta era una sinfonía familiar: el silencio, la espera, el cálculo de riesgos. Estaba de nuevo en su trono, la Reina observando su tablero. Abajo, Alejandro era su única pieza en juego.

A través de un diminuto auricular, su voz llegó a él, nítida y sin emociones.

—La ventana de limpieza comienza... ahora. Tienes siete minutos, Alejandro. Ni un segundo más.

El corazón de Alejandro martilleaba contra sus costillas, un tambor de guerra anunciando su propia traición. Usó el dispositivo en la cerradura magnética. Un suave clic fue el único sonido que rompió el silencio. Se deslizó dentro.

La oscuridad del despacho de Fernando era opresiva, olía a cuero caro y a una vida de secretos.

La luz de la luna se filtraba por el enorme ventanal, iluminando las fotografías en las paredes. Fernando y su esposa. Fernando con sus hijos. Y una que le revolvió el estómago: una foto de él y Fernando en su graduación, jóvenes, sonrientes, con el mundo a sus pies. Un nudo de culpa se le formó en la garganta. ¿Y si se equivocaba?

—No te distraigas —la voz de Lucrecia en su oído fue como una descarga eléctrica, sacándolo de su estupor—. El servidor está detrás del cuadro del paisaje marino. A la izquierda del escritorio.

Obedeció como un autómata. El cuadro se deslizó hacia un lado, revelando un panel metálico. Lo abrió.

Ahí estaba, el cerebro de la operación. Conectó el disco duro y la luz de su dispositivo de mano parpadeó, indicando que la transferencia de archivos había comenzado. La barra de progreso se movía con una lentitud tortuosa.

Desde la azotea, Lucrecia barría el perímetro. Todo estaba en calma. Demasiado en calma. Entonces lo vio. Una luz solitaria en el pasillo del piso 25. Un guardia de seguridad haciendo una ronda no programada.

—Problema —dijo, su voz tensa por primera vez—. Guardia en tu piso. Se dirige a tu pasillo. Tienes sesenta segundos para salir de ahí.

Alejandro miró la pantalla. 85%. Los segundos se sentían como horas.

—¡Casi termina! —susurró con desesperación.

—¡No importa! ¡Alejandro, sal ahora! —la orden de ella fue cortante.

98%... 99%... ¡100%! La transferencia se completó. Arrancó el disco justo cuando el sonido metálico de unas llaves girando en la cerradura de la puerta principal del despacho resonó en el silencio.

No había tiempo de salir por donde entró. Se lanzó al suelo, rodando detrás del imponente escritorio de caoba justo cuando la puerta se abría. Una franja de luz del pasillo cortó la oscuridad. Vio las botas del guardia, escuchó el chasquido de su linterna al encenderse. El haz de luz recorrió la habitación, deteniéndose por un instante en el cuadro ligeramente torcido. Alejandro contuvo la respiración.

El guardia murmuró algo en su radio, aparentemente satisfecho, y salió, cerrando la puerta con llave. Alejandro estaba a salvo, pero atrapado.

—Estoy encerrado —informó a Lucrecia, su voz un susurro tenso.

Hubo una pausa. Podía casi sentirla analizar la situación.

—El baño del despacho —dijo ella con una calma asombrosa—. Hay una ventana de mantenimiento. No tiene barrotes, da a la cornisa del lado este. ¿Le temes a las alturas, Gobernador?

Sin esperar respuesta, se puso en pie. El miedo era un lujo que no podía permitirse. Encontró la ventana, la abrió y se asomó a un abismo de veinticinco pisos. El viento nocturno de Ravenport le golpeó el rostro. Con el disco duro a salvo en su bolsillo, salió a la cornisa estrecha y traicionera. Aferrándose a la fría piedra del edificio, avanzó paso a paso hacia la ventana de la oficina contigua, una silueta solitaria suspendida entre el cielo y el infierno.

De vuelta en la casa de la playa, la adrenalina aún vibraba en el aire. El peligro compartido había forjado un nuevo tipo de vínculo entre ellos, uno de respeto a regañadientes. Sin decir palabra, él le entregó el disco duro.

Ella lo conectó a un portátil delgado y potente que parecía fuera de lugar en medio de la decoración playera. Sus dedos volaron sobre el teclado, descifrando capas de encriptación con una facilidad que lo dejó sin aliento.

Y entonces, lo encontró. Una carpeta con un nombre ominoso: "Contingencia Legado".

Dentro, había un laberinto de cuentas offshore, registros de pagos y correos codificados. Pero una subcarpeta le heló la sangre a Alejandro. Se llamaba "RAFAEL".

Lucrecia la abrió. No contenía documentos, sino un único archivo de video. Hizo doble clic.

La pantalla se llenó con una imagen granulada. Rafael Valtor estaba atado a una silla, con el rostro demacrado y una mirada de puro terror. Miró directamente a la cámara, como si los estuviera viendo a ellos en ese preciso instante.

—Fernando, si estás viendo esto, significa que he fallado —dijo Rafael, su voz rota—. El plan para la Reina de Drakos se ha complicado. Ella no es lo que creíamos...

El video se cortó abruptamente, dejando la pantalla en negro y a los dos espectadores en un silencio atronador, con más preguntas y un terror mucho más profundo que antes. ¿Qué plan? ¿Y qué sabían de ella?




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