La noche en la costa norte de Ravenport era un manto de oscuridad apenas rasgado por la luz de una luna pálida que se reflejaba en el mar agitado. La antigua planta de Farma-Corp se erguía como un esqueleto de acero y hormigón, un mausoleo olvidado que estaba a punto de convertirse en un campo de batalla.
Las tres furgonetas negras se detuvieron a un kilómetro de distancia. El Equipo Alpha descendió en un silencio absoluto, espectros vestidos de negro y armados hasta los dientes. Lucrecia estaba en el centro, su rostro impasible, sus ojos brillando con una intensidad depredadora. Alejandro estaba a su lado, el corazón latiéndole con una fuerza que sentía en la garganta, empuñando una pistola que se sentía extrañamente natural en su mano.
—Equipo Sombra, aseguren el perímetro este. Equipo Roca, el oeste —ordenó Lucrecia a través del comunicador, su voz un susurro autoritario—. Cero bajas enemigas a menos que sea inevitable. Quiero a los vigilantes neutralizados, no muertos. Necesitamos que sus radios permanezcan en silencio. Nosotros somos el equipo de extracción. Entramos por el conducto de ventilación norte. Nos movemos en cinco.
Alejandro la observó dar órdenes, coordinar a sus tropas con la precisión de un general veterano. El asombro se mezclaba con el miedo. Estaba depositando su vida, y la de su hermano, en las manos de la criminal más buscada de la ciudad. Y confiaba en ella ciegamente.
Se movieron a través de la maleza, sombras entre las sombras. Vieron a los hombres de Lucrecia neutralizar a los guardias del perímetro con una eficiencia brutal y silenciosa, como lobos cazando en la noche. No hubo un solo disparo, solo el sonido ahogado de cuerpos cayendo.
Llegaron al conducto de ventilación. Uno de los hombres de Lucrecia cortó la rejilla metálica y les indicó el camino. El interior era un laberinto oscuro de maquinaria oxidada y pasarelas metálicas que crujían bajo sus pies. El olor a óxido y sal marina se mezclaba con el zumbido eléctrico de la maquinaria activa en algún lugar de las profundidades de la planta.
Mientras avanzaban, un pasillo se iluminó de repente. Dos guardias armados aparecieron al final, charlando despreocupadamente. Antes de que Alejandro pudiera siquiera levantar su arma, Lucrecia y uno de sus hombres se movieron. El sonido de sus pistolas con silenciador fue como el tosido de una bestia. Los dos guardias cayeron sin hacer ruido.
Alejandro se dio cuenta de que él no estaba allí para protegerla. Estaba allí para seguirla. Ella se movía por ese entorno letal como si fuera su hábitat natural.
Siguieron los gruesos cables de alimentación que serpenteaban por el suelo, una pista que los llevaba directamente al corazón de la operación de Fernando. Los cables descendían a un sótano reforzado. Una única puerta de acero bloqueaba el camino.
Lucrecia hizo una seña a su equipo para que se detuvieran. Sacó una minúscula cámara de fibra óptica y la deslizó por debajo de la puerta. La imagen apareció en una pantalla en su muñeca.
La escena le heló la sangre. Rafael estaba allí, atado a una silla en el centro de la habitación, con el rostro golpeado pero consciente. Fernando caminaba de un lado a otro como un animal enjaulado, gritando por teléfono, su rostro desencajado por la furia. Dos de sus matones más corpulentos montaban guardia.
—¡... no me importa! ¡Quemen los servidores! ¡Bórrenlo todo! ¡Nos están cayendo encima! —gritaba Fernando.
Sabía que lo habían robado. Sabía que venían a por él.
Lucrecia retiró la cámara. Miró a Alejandro, luego a sus hombres. No había tiempo para el sigilo.
—Preparen la carga de brecha —ordenó en voz baja—. Equipo de extracción, prepárense para entrar. El objetivo prioritario es Rafael. El secundario es Fernando. Lo quiero vivo.
Colocaron el pequeño explosivo en la cerradura de la puerta. Lucrecia se posicionó a un lado, Alejandro al otro.
—¡Ahora! —susurró.
La explosión fue sorda pero poderosa, reventando la cerradura y lanzando la puerta de acero hacia adentro. Lanzaron dos granadas aturdidoras que estallaron con un destello cegador y un pitido ensordecedor.
Irrumpieron en la habitación en medio del humo y la confusión. El equipo de Lucrecia se movió con una precisión aterradora, disparando a los dos matones de Fernando antes de que pudieran recuperarse del fogonazo.
Pero Fernando fue más rápido de lo que esperaban. En un acto de desesperación, se lanzó hacia Rafael, lo levantó bruscamente de la silla y le puso una pistola en la sien, usándolo como escudo humano.
El humo se disipó. Los dos guardias yacían muertos en el suelo. Y en el centro de la habitación, la confrontación final había llegado. Lucrecia y Alejandro apuntaban con sus armas a Fernando. Fernando apuntaba su arma a la cabeza de Rafael.
El reencuentro familiar se había convertido en un punto muerto.
—Gobernador. Reina —escupió Fernando, una sonrisa torcida y sudorosa en su rostro—. Qué pareja tan peculiar. Suelten las armas, o juro que le vuelo los sesos a este traidor y nos vamos todos juntos al infierno.