Ese día tenía la seguridad de que comenzaría una nueva vida. Era el comienzo de todo. No
veía la hora de llegar. Esperé el taxi en la entrada del edificio. Quería estar ya en el
aeropuerto, subí al taxi antes de que este toque bocina. Cuando me percate llegaba. Todo
era gris en la ciudad, poca gente estaba en las calles a esa hora.
Era temprano aun para ponerme nervioso. El reloj no marcaba aun la hora pactada, pero
mi mente no paraba un segundo. Esa sensación de que no dejaría que nada me arrebatara
lo que más amaba volvía a mi otra vez y estaba seguro de que no dejaría que algo
arruinara este amor que sentía por Camila.
Toda la noche el cielo había estado muy pesado, la humedad era espantosa ya no quería
esperar más. La lluvia se escuchaba aunque estaba en el interior del aeropuerto, ese ruido
de las gotas que caían solo me ponían más nervioso, tenía la sensación de que la tristeza
de aquella noche no quedaría en el pasado. Quería que el reloj ya marcara la medianoche.
Ya me encontraba sentado en la sala de espera del aeropuerto. Miraba el reloj, las agujas
se movían lentamente y el tiempo parecía no pasar. Eran las doce de la noche. El reloj
sonó, era la alarma. Comenzaba a impacientarme, ya era la hora, ella debía haber llegado.
El corazón me latía acelerado; faltaba poco para abordar el avión. Mire la puerta, mis ojos
se cerraron. Tuve miedo de que ella no viniera. De que todo hubiera sido en vano, el
intento por protegerla, de alejarla de todo esto. Sabía que ella podía llegar a arrepentirse
y no ir. Me sentía abrumado por todo lo que había pasado en los últimos meses.
Allí con los ojos cerrados en la sala de espera, pensaba en el momento en que la conocí.
Ese día había tenido la seguridad de que nunca me apartaría de aquella mujer. La ame
solo con verla. Ella tenía algo que me idiotizaba, me dejaba embelesado con sus modos,
sus gestos, el aroma de sus cabellos y la sencillez de su risa. Todo parecía mágico. No
podía encontrar en aquella mujer nada desagradable, ni malo, ni siquiera perturbador.
Todo, absolutamente todo lo veía como perfecto. Mis ojos no podían comprender porque
pero cada día que pasaba me enamoraba más de ella.
La primera vez que la vi fue en un colectivo, estaba sentada en el asiento contiguo. Leía un
libro. Ni siquiera notaba mi presencia. Las gafas azules resaltaban sus ojos. Y unos bugles
rubios decoraban su frente. El sol del amanecer ponía brillo a su rostro. La mire
deslumbrado. De repente giro su rostro. Debí apartar la mirada, pero en cambio la mire
fijamente. Ella cerró el libro. Tomo su bolso y despendio del micro. Mientras la veía alejarse, pude observar sus rizos en el aire, su abrigo blanco flameante y unas hojas que
volaban a su alrededor. Le parecía ver una alucinación. Tanta belleza no era posible. No
podía ser real. La mañana siguiente tome el mismo micro, esperando verla nuevamente.
Pero no sucedió. No estaba.
Pero unas semanas después se presentó en la oficina una aspirante a secretaria. Y era ella,
la joven que creí que no volvería a ver. Aquella que deje ir ese día en el micro. De
inmediato pensé que era una señal. Que si volvía a verla era porque el destino me tenía
preparado algo maravilloso.
-Buenos días, podría indicar dónde queda la oficina de recursos humanos. – pregunto ella
en recepción.
-Tercer piso, oficina 1. Frente al ascensor. –respondió la empleada.
-Muchas gracias.
Ella camino, lentamente hacia el ascensor. Se detuvo, toco el boto y al abrirse lo tomo
rápidamente. En ese momento roge que ella trabajara allí, conmigo. Necesitaba
conocerla, estar cerca de ella.
A la semana siguiente ella ingreso a trabajar. De apoco nos fuimos conociendo, ella me
conto de su vida y yo de la suya.
Nos enamoramos. El trato diario, el trabajo, la rutina todo congenio para hacer que
tuviéramos oportunidad de amarnos. Ella se llamaba Camila. Era tan dulce, tan callada,
sumisa, hermosa. Tenía entonces 18 años. Y yo cumpliría 27 en pocos meses.
Con el correr de las semanas nos enamoramos aún más. Y ocho meses después ella
acepto salir conmigo. Las cosas no eran simples. No alcanzaba con el cariño. En ese
entonces sentíamos que debiamos estar juntos. Pero eran muy diferentes, teníamos
distintos sueños. Ella soñaba con ser doctora, yo trabajaba y eso era todo. No sentía que
pudiera darle la vida a la que estaba acostumbrada.
Los padres decían a Camila: “Carlo no es para vos, es demasiado grande y que solo jugara
con tus sentimientos. No te ilusiones con él”. Mi madre me decía básicamente que ella
estaría confundida era muy chica y que no podía confiar en las palabras de una niña de 18
años.
.
-No quiero que terminemos. No nos pueden separar. Te amo Camila.- le dije como tantas
otras veces.
Yo tampoco quiero dejarte, te necesito. No podrán alejarnos. No lo permitiremos.
Y entonces después de meditarlo decidimos irnos lejos. Al principio se nos ocurrió como
una de las salidas pero no la primera opción. Pero al ver que no paraban de intentar
separarlos, tomamos una decisión. Una mañana de enero presentamos la renuncia en el
trabajo y nos fuimos.
Y mientras recordaba todo ello, sus ojos, sus palabras, lo mucho que había llegado a
amarla; la vi entrar, estaba en frente. Ahora mi mundo estaba completo. Con ella lo tenía
todo. Me levante, me acerque a ella y la abrace.
Ella me abrazo más fuerte. No la solté. Apoyo su pera en mi hombro. Y me dijo:
-¿Estás seguro de hacerlo?
-Estoy totalmente seguro, te amo Camila.
-Y yo Carlo. Vamos.
Cuando subimos al avión sentimos una felicidad incalculable. Ella estaba a mi lado, la
tomaba de la mano. Creía que todo acabaría allí, en ese instante. No me importaba morir
allí si era preciso. La tenía junto a mi, y eso era suficiente.