Ana suspira al tiempo que mira por la ventana del carruaje.
La condesa la ha hecho ir al palacio con su madre para hablar ciertos aspectos sobre la boda.
Desde un inicio ambas dejaron claro que su opinión no contaba en absoluto. Por lo que en realidad no sabe que pinta ella allí. Pero no puede negarse a ir.
La ceremonia tendría lugar el siguiente verano, concretamente en un año. Ellas se encargarían de la decoración, de la música, de la comida en el banquete, de las invitaciones, de los invitados, e incluso, de escoger la tela del vestido de novia. Ella solo tendría que posar para la modista y dejar que le tomase las medidas para el vestido, así como luego probárselo para los retoques finales. Es su boda, tendría que poder escoger al menos el vestido. Pero no podía hacer ni eso. Su padre pondría la dote y el conde el palacio para la ceremonia.
-Ana, pareces distraída, ¿Estás bien? --pregunta su madre.
-Sí, bueno..., la verdad no se para que he venido, si no puedo colaborar en nada –comenta ella mirando hacia el paisaje.
-Es tu boda, tenías derecho a estar allí.
-Por eso mismo. Tú, mamá, ¿participaste en la organización de tu boda? -pregunta Ana mirando por fin a su madre.
-Oh, sí, claro. Lo organizamos todo tu padre y yo. Rosa nos echó una mano y, mis padres pusieron el dinero. Pero nosotros lo hicimos todo.
-Entonces, ¿por qué yo no puedo? Es tan injusto –se queja la joven.
-Verás Ana, la condesa quiere que todo salga perfecto y, bueno.... Es una presión muy grande para alguien tan joven.
-No creo que tenga más años que tú cuando te casaste -le recuerda ella enfadada.
-Cierto, pero eran otros tiempos y...
Ana está realmente molesta. Sus padres lo han escogido todo por ella, desde su nombre, hasta quien sería su prometido y... ¡Ni siquiera podría escoger su vestido!
-Me da igual que fuesen otros tiempos –interrumpe a su madre-, más bien por eso. ¿Cómo puede ser que hace veinte años la gente fuese menos estricta que ahora?
-Cariño, solo queremos que seas feliz y tengas la boda de tus sueños -intenta consolarla su madre.
-Pues no lo parece si mi opinión no cuenta.
-Eso es cosa de Cristina. A mi tu opinión si me importa.
-No intentes arreglarlo mamá. Ahí dentro, en el palacio, no defendiste esa postura ni una sola vez.
-Es la condesa, no es bueno contradecirla. Pero prometo consultar contigo luego toda decisión tomada.
-Es una condesa, pero no la reina. Por tanto, su palabra no es la ley. Deberías haberme defendido.
-Ana yo..., -murmura su madre-, en el pueblo ella es como una reina y...
-No intentes justificarte –la interrumpe de nuevo para acto seguido mandar parar el carruaje.
-¿Qué haces Ana? -pregunta su madre con tono prudente.
-Volver a casa andando, necesito despejarme.
-Pero ya está anocheciendo, y los piratas podrían... No deberías ir sola.
Pero Ana no la escucha y antes de que su madre pueda decir nada más ya ha saltado a tierra firme y se aleja caminando en dirección a la playa.
Su madre se ve tentada de seguirla, pero cambia de opinión. En realidad la entiende bien, pero a Cristina es mejor no llevarle la contraria, Ana lo terminará entendiendo o, eso espera.
***
Ana pasea por la orilla de la playa.
El sol ya se ha ocultado en el horizonte, aunque aún quedan restos de luz.
Esta molesta con su madre por no ser valiente y enfrentarse a Cristina. Con su padre por planear su vida sin consultarla y, con la condesa por creer que puede decidir sobre los demás e irse de rositas. Pero, sobre todo, está enfadada consigo misma.
A lo lejos se escucha el relinchar de caballos. Sabe que la vigilan, pero mantienen una distancia prudente, conscientes de que desea estar sola.
A los condes les interesa su seguridad. Seguramente su madre ha dejado atrás parte de los soldados que enviaron para protegerlas en el camino de vuelta. Una medida innecesaria, en su opinión.
La muchacha se sienta en la húmeda arena sin preocuparse porque su vestido pueda, o no, ensuciarse. El vaivén de las olas baña sus pies descalzos provocándola una sensación de placentero frescor. Sus elegantes zapatos la esperan un poco más arriba, para procurar que no se mojen con el agua salada del mar.
Sumida en sus pensamientos, reflexiona sobre los acontecimientos de los últimos días. Tan distraída esta que no se da cuenta de que alguien se acerca caminando por la playa.
Más arriba los guardias se ponen tensos.
-Una muchacha tan hermosa no debería estar aquí sola a estas horas de la tarde, es peligroso –le informa una voz masculina, dulce y amable, pero desconocida para ella.
Ella se gira hacia el lugar de donde procede la voz para, acto seguido, encontrarse con la penetrante mirada de unos ojos que parecen reflejar el océano en su interior.
Un muchacho de su misma edad la observa a unos pasos de ella. Viste una camiseta de manga larga llena de remiendos y unos pantalones que parecen haber sido alargados varias veces. Su aspecto desaliñado inspira desconfianza, pero, a la vez resulta tan inofensivo...
-No estoy sola, ¿Sabes? -responde ella dedicándole una tierna sonrisa.
-No creo que esos soldados de ahí arriba pudiesen llegar a tiempo si los piratas estuviesen por esta playa –responde él estresantemente relajado.
-No tengo miedo de los piratas. Solo son personas, nada más.
Él no puede evitar sonreír.
-¿Puedo sentarme? –pregunta prudente.
-La playa es de todos. No tienes que pedir permiso.
-Por cierto, me llamo Nicolás -se presenta él ofreciéndole su mano.
-Yo soy Ana –responde ella estrechando la mano del extraño chico, quien se sienta a su lado en la orilla.
-¿Puedo preguntar qué haces aquí sola?
-Poder puedes. Otra cosa es que yo conteste –responde ella sonriente-, simplemente he tenido un mal día.