Ha estado a punto de contarle a su abuela lo de la cueva. Con ella no tiene secretos. Pero, finalmente, ha decidido que es mejor que nadie más lo sepa.
Esa tarde los tres han estado en el barco. Ana pasó todo el tiempo que estuvieron allí agarrada a Nicolás. Gran parte del navío estaba inclinado hacia las oscuras aguas y, le daba miedo caerse.
El barco daba señales de no haber estado habitado en años. Las telas de araña y cadáveres de ratas y otros animales se extendían a lo largo de su superficie. Tenía la horrible sensación de que, en cualquier momento, un fantasma aterrador acudiría a su encuentro. Sin embargo, no encontraron ni un mísero hueso humano en toda la superficie del viejo bergantín. Lo que resultaba algo extraño si se había hundido tras una terrible tormenta.
¿Dónde estarían los cadáveres de sus tripulantes si no estaban allí?
Ana comienza a temblar entre las sabanas al recordar ese detalle.
Tal vez hubo supervivientes que llevaron los cuerpos a la playa. La cueva es grande y, no la han explorado entera. Pero eso plantea otra pregunta. ¿Qué fue de ellos? Tal vez Eric esté vivo. ¿Debería contárselo a Rosa? Seguro que le alegra esa posibilidad.
Una vez más se recuerda que es mejor mantener el secreto. Al menos, hasta obtener más respuestas. No es bueno crear esperanzas a una anciana, si no se está seguro de que sean ciertas. El disgusto podría ser terrible para ella.
Las preguntas se mezclan con su sueño y, por su mente comienzan a circular escalofriantes imágenes de piratas fantasma, y otras clases de muertos vivientes, que la perseguían por un barco medio hundido.
De repente escucha una voz que la llama. No parece humana, tampoco logra identificar su sexo. Aunque algo le dice que se trata de voz de hombre, viejo pero poderoso. Un escalofrío recorre su cuerpo y temblando abre los ojos.
Apenas ha amanecido. Se pone una capa sobre el blanco camisón, las sandalias más sencillas de su zapatero y, una lámpara de aceite. Se mete una vela de repuesto y unas cerillas en la capa. Silenciosa y rápida sale de la casa a la luz del día.
La muchacha camina por la fría arena que rodea la laguna sin más luz que la de la lámpara de aceite. Poco a poco se aleja de la entrada secreta y la barca. Algo le dice que no debería estar allí. Pero la necesidad de saber es más fuerte. Las preguntas no la han dejado dormir bien.
Después de un rato de caminar rodeando la laguna, por fin logra encontrar lo que busca.
No lejos de donde se encuentra, unas figuras rocosas en medio de la arena llaman su atención. ¿Será la respuesta a sus preguntas? No parecen rocas normales, han sido creadas de forma artificial. Aún con la débil luz de la vela, no hay margen de error y, al acercarse con paso inseguro, confirma sus sospechas. Se trata un cementerio improvisado a pocos metros de la orilla donde debe de haber enterrados una veintena de cuerpos. ¿Estará él allí?
Ana camina entre las tumbas inquieta. Bajo sus pies solo siente la arena. Pero es consciente de que, a unos pocos metros de profundidad, o tal vez menos, hay cadáveres en descomposición, o incluso ya esqueléticos.
Sorprendentemente las fechas inscritas en las rocas no son muy antiguas. Es cierto que hará algún año desde el último enterramiento, pero menos de los que cabría suponer. ¿Eso quiere decir que la tripulación sobrevivió al naufragio? ¿Por qué nunca nadie lo supo?
La joven busca una tumba en especial. Está segura que se halla allí. Tiene que estarlo.
Por fin se detiene ante una de las lápidas. La fecha allí escrita data de diez años atrás. El nombre que se lee justo sobre la fecha es el de Eric Atnecan.
Ana deja la lámpara a un lado y se arrodilla ante la tumba. Los recuerdos empiezan a viajar por su mente. Cuando era niña tenía la sensación de que la observaban. Más de una vez su mirada se cruzaba con aquellos ojos del color del cielo que tanto le recordaban a los de su padre. ¿Sería él? ¿La estaría vigilando, y cuidando desde las sombras?
Debió morir cuando ella tenía trece años, según las fechas. ¿Qué habría estado haciendo todos esos años?
De repente se levanta bruscamente, coge la lámpara y echa a correr. Debe contárselo a Rosa. Ella tiene derecho a saberlo. ¿Lo sabrá ya y nunca lo dijo? ¿Por qué él se mantuvo alejado de su abuela? ¿Sabría que ella se había quedado viuda? Cada vez que se acerca a una respuesta, el número de preguntas no hace más que aumentar, ¿llegará algún día a saber toda la verdad? Seguramente no, pero ahora solo piensa en compartir su hallazgo con Rosa.