Donde los gestos traicionan a la razón.
El castillo era un hervidero de preparativos, y Simón Atkins, el secretario real y mejor amigo de Stefan, esperaba inquieto en el salón de té. El príncipe llegó justo a la hora que había acordado, pero eso no evitó que el joven secretario, de igual manera, le recriminara la osadía de visitar a su madre el mismo día en que se casaba la segunda princesa del reino.
—¿Es que acaso no te lo repetí hasta el cansancio? —dijo, caminando detrás de él apenas lo vio entrar—. ¡Hoy no puede haber retrasos!
—Yo se lo dije —coincidió Valentina, pero Stefan hizo como si no los escuchara.
—No he llegado tarde; tenía todo preparado. Además, sé que tus planes nunca fallan —halagó a Simón, pero este se abstuvo de caer en sus palabras.
—¡Tus halagos no funcionan conmigo! —espetó el secretario, y Stefan se encogió de hombros—. Deberías ver a la princesa, está muy nerviosa.
—¿Dónde está?
—En su habitación.
No hubo más palabras. El príncipe subió los escalones y se dirigió hacia los dormitorios. Pasó por la habitación del duque de Dessen y se encontró con la princesa Margaret, madre del novio, que justo iba saliendo. Apenas lo vio, le hizo una reverencia, y Stefan hizo lo mismo.
—Su alteza —saludó ella—. Mi hijo está ansioso. Me preguntaba cómo se encontrará la princesa, así que iré a verla.
—Voy hacia allá. Al parecer, mi hermana está en la misma situación.
La exreina de Saltori regresó el gesto con una tierna sonrisa. Se había divorciado hacía menos de un año, volviendo a ostentar el título de princesa de Fairspren. Los últimos meses habían sido de muchos cambios para ella, pero nada de eso le importaba sabiendo que, al final, todo había salido bien para su hijo y la princesa, a quien le tenía un cariño igual de especial que al resto de su familia.
—Nunca le agradecí por el apoyo que le brindó a mi hijo —dijo la exreina—. Y por considerarlo alguien de confianza para su corte.
—No es nada —respondió Stefan, ofreciéndole el brazo—. Sabía que era un inocente metido en todo ese embrollo. Además, no le ofrecí el puesto por ser el novio de mi hermana, sino por lo capaz que es. Hasta ahora no me ha decepcionado.
—Estoy segura de que no lo hará.
—Yo también estoy seguro de ello. Es alguien excepcional. Hizo un buen trabajo criándolo.
La princesa lo observó un momento. Sus ojos castaños claros, casi tan claros como la miel, se le aguaron. Para Stefan, el trato que ella tenía con todos era como el de una madre; tanto así, que se sentía a gusto platicando en confianza. Una que no existía con su propia progenitora.
—Me conmueve que diga eso. Me hubiera gustado pasar más tiempo con él, pero mi exesposo creyó que lo mejor era enviarlo a los dormitorios del colegio.
—Mi madre me tuvo en este castillo toda la vida y nunca fue capaz de darme un abrazo. No sea tan dura con usted misma. El tiempo que tuvo a su lado fue de calidad. De lo contrario, no concibo que sea una grata persona a la que estoy por confiarle a mi única hermana.
La princesa Margaret detuvo su paso un momento solo para darle unas palmadas en el brazo. Su toque era tierno y maternal.
—Siempre fue un niño excepcional, así como usted lo ha sido siguiendo su propio camino —confesó, y eso sorprendió un poco a Stefan—. Deseo que también sea tan feliz como lo son mi hijo y la princesa.
Un poco boquiabierto, Stefan agradeció sus buenos deseos, y ambos llegaron a la habitación de Stella, donde la princesa estaba a mitad de arreglo, hecha un ovillo de nervios, pero, sobre todo, recibiendo el cariño de quien consideraba una madre y del hermano que daría todo por ella.
***
Luego de intercambiar unas palabras con la princesa y dejando a la exreina un momento a solas con su hermana, él también subió las escaleras directo a su habitación, donde un ayuda de cámara y otro par de sirvientes ya lo esperaban para arreglarlo.
Primero aflojó la corbata y dejó que el ayuda le quitara el saco. Miró al final de la habitación; uno de los sirvientes acababa de sacar la cera y los peines.
Suspiró.
Odiaba la sensación de la cera pesada en el cabello, pero hoy debía lucir más que impecable.
Una hora y media más tarde ya estaba terminando de acomodar los botones de su traje real: uno de color rojo, con hombreras doradas, guantes blancos y los emblemas que representaban a la familia real.
Faltaba añadir el de la rosa blanca, el símbolo de su familia. Miró de reojo que el ayuda estaba por tomarlo, pero Stefan lo detuvo.
—Yo puedo hacerlo. Gracias por todo.
Sin mediar más palabras, despachó a sus sirvientes y se quedó un momento a solas en la habitación. Desde su posición frente al espejo admitía que se veía bastante bien; incluso sentía un aire parecido a Edmundo, su difunto hermano mayor y quien debió heredar la corona.
Una sonrisa triste salió de él. De haber estado vivo, sería el más entusiasta, tanto como los novios. Y no es que él no lo estuviera, sino porque así era Eddy: un alma alegre y brillante.