La rosa blanca y el pájaro ruiseñor

37. Stella

El otro día la lluvia caía fuerte sobre la escuela, a pesar de que varios de los alumnos vivían en las residencias, yo aún debía volver a casa con mis tutores.

En la entrada, esperaba paciente a que las gotas de agua disminuyeran, pero si no lo hacían pronto, no alcanzaría el bus a casa.

Dorian paso firme a lado mío, me dio un pequeño empujón en el hombro antes de continuar su camino con sombrilla en mano, detrás, como un fiel perro, Franky le seguía el paso. Me quedé ahí a mitad de la entrada, sobándome el brazo. Hoy Vicky, mi nueva amiga, no había asistido, se encontraba enferma y en reposo en casa.

Esperé unos minutos más, pero la lluvia no cesaba. Al parecer no tendría otra opción, así que me arme de valor y coloqué mi mochila sobre mi cabeza. Estaba decidida a echarme a correr cuando escuché a alguien a mi lado.

—¿Qué crees que haces? —interrumpió Dorian mi preparación, ¿en qué momento regresó que no lo vi?

—Correré a la parada.

Dorian chasqueó la lengua y se acercó a mí.

—He decidido prestarte mi sombrilla. —Estiró su brazo lo suficiente para que entrara ahí, pero dudé en acercarme.

—¿Es una trampa? —pregunté confundida.

Dorian dio un pequeño salto y desvió la mirada.

—Si eres tan malagradecida, me iré a mi dormitorio.

¡No!

Esta era mi única oportunidad de no mojarme hasta la parada.

—¡Espera! —Lo detuve con la mano— ¿Me prestarás tu sombrilla?

Dorian me miró un momento. Creo que nunca le había prestado atención al color de sus ojos, eran un café tan claro que se asemejaban al tono de la miel y de alguna manera contrastaban con su pelo marrón oscuro. De pronto desvió la mirada y yo agradecí que lo hiciera.

Él dio un paso al frente, parecía que ya se iba hasta que se detuvo.

—¿No vas a venir? —insistió irritado— Te acompañaré a la entrada. —Parpadeé sorprendida— Pero que conste que es para que no te enfermes —añadió—, si lo haces me asignarán como tu tutor de nuevo y no desperdiciaré mi valioso tiempo enseñándote temas que tu pequeña mente no comprende.

Me sentía tan agradecida que deje pasar el insulto. Caminé hasta colocarme a su lado, era extraño, estábamos un poco alejados uno del otro, pero igual avanzábamos a la par.

Así caminamos bajo la lluvia, protegiéndonos con la misma sombrilla. Nos dirigimos hacia la salida y de vez en cuando daba pequeños saltos sobre los charcos, mientras Dorian sostenía nervioso la sombrilla.

—¿Puedes dejar de saltar? —replicó.

—No puedo, estoy feliz —contesté.

Esa fue la primera vez que ambos hicimos de lado nuestra rivalidad solo por un momento.




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