La rosa blanca y el pájaro ruiseñor

184. Stella

Habría querido ser más fuerte, ser más inteligente, más valiente, pero en aquel entonces, un golpe tras otro me noqueo con tanta intensidad que apenas me pude levantar a pensar con claridad.

El miedo había llegado para asentarse en lo más profundo de mí. Y yo creyendo que lo había superado, supe que no. Nunca lo había hecho, simplemente lo había dejado de lado mientras la felicidad me invadía.

Pero nada es para siempre, ¿no? Y yo lo confirmé aquella noche cuando todo se salió de control, mientras terminaba de recoger mis ultimas pertenencias de la casa en Saltori.

—Llegaré en una hora —avisó mi hermano con una llamada mientras venía de camino—. ¿Valentina está contigo?

—Sí —técnicamente era cierto, aunque estaba por algún lugar de la casa o de la zona haciendo observaciones, pero la idea era mantener tranquilo a Stefan.

—Bien, no se separen. Nos vemos pronto.

—Hasta pronto.

Stefan colgó y yo también. Miré hacia mi habitación, las cajas apiladas no me reconfortaban, me hacían sentir culpable, como si estuviera huyendo.

Le había prometido a Dorian que lo llamaría para hablar, pero… ahora ya no estaba segura de cómo hacerlo.

De pronto alguien tocó la puerta, no debía ser Doris porque ella siempre tenía llaves, así que los únicos que podían ser, eran aquellos que conocían quien vivía en esta casa y esos eran Vicky… y Dorian.

¡No!

No podía. No quería que viera las cajas y se diera cuenta de me iba antes de lo que le había dicho.

Tranquila, Stella, tranquila. Quizá sea alguien más.

El toc toc volvió a escucharse y caminé hacia la puerta. Apenas gire el pomo, el pelo castaño y quebrado de Dorian se asomó por mi puerta. Sentí una oleada de nervios. Todo lo que tenía que decir amenazaba con cerrarme la garganta.

—Tenemos que hablar —dijo entrando sin siquiera permitirme decir algo—. Es urgente y muy importante… —hizo reparo en las cajas y el corazón se me rompió con su mirada, esa misma mirada que decía que le aterraba perderme— ¿Te vas?

—Antes, necesito hablar contigo —pedí haciendo esfuerzo por calmarme—. Dorian…

Pero no alcance a decir nada, porque en ese momento, la puerta volvió a sonar, pero esta vez era la cerradura. Esa sí debía ser Doris. Rápidamente, mi reacción fue tomar a Dorian y esconderlo en la habitación más cercana.

¡Nadie (más que Vale) debía saber que él estaba aquí!

—No tiene que verte —le dije mientras lo alejaba—. Le dirá a tu padre.

—Pero…

—¡Por favor!

No le permití que replicará, ni tampoco me inmute en escucharlo, caería si lo hacía.

—¡Stella, querida! Tengo excelentes noticias —anunció Doris su llegada canturreando y dejando su bolso sobre la mesa— ¿Dónde estás, pequeña?

Ella nunca me llamaba así, pero suprimí las ganas de apagar su emoción.

—Por aquí —anuncie mientras me aparecía por el pasillo—. ¿Sucedió algo?

—¡Maravilloso, algo maravilloso! Al fin tantos años cuidándote dieron su recompensa.

—Ah, ¿sí? —pregunté por inercia mientras miraba de soslayo la puerta tras la que había escondido a Dorian, ya me sentía demasiado nerviosa en ese momento.

—¡Por supuesto! El rey finalmente ha decidido anunciar tu compromiso con el príncipe Donovan.

Mi alma cayó al suelo en ese instante. Era… era oficial. Si necesitaba fingir mientras tuviera a Doris presente, simplemente no pude, porque el miedo y los nervios se alojaron en mí con Dorian escondido en mi habitación.

—Pero no pongas esa cara —continuó ella acariciando mi mejilla por primera vez en años—. ¡Todo es gracias a ti! Tantos años pidiéndote que te llevarás bien con los príncipes de Saltori funcionó.

—P-pero…

—En estos últimos bailes, lo impresionaste. Verdaderamente impresionaste al príncipe heredero y lograste el cometido de tu padre, que en paz descanse. Por un momento, creí que su majestad cancelaría el compromiso cuando tu hermano desapareció, pero lo reconsideró y ¿quién se negaría a tu belleza? ¡Nadie! Al fin podrán darme mi casa en la costa y una pensión de por vida, después de haberte cuidado todos estos años.

Siempre supe que el hecho de que Doris cuidará de mí no había sido más que un trabajo sin sentimientos, pero la manera en que lo decía, como si fuese un animal de criadero, una moneda de cambio, me dio tanto asco que solo provocaba en mí las ganas de gritarle que se callara.

Ni ella, ni mi padre, ni nadie tenían derecho a utilizarme.

Y entonces la odie, la odie tanto a ella como a mi padre por jamás pensar en mí, por no hacer las cosas bien y porque ahora tendría problemas, muchísimos problemas.

—Por cierto, ya puedes terminar tu relación con el segundo príncipe; al fin serás princesa consorte. Ese cuento ha terminado.

—No es ningún cuento —contesté a la defensiva.

Doris me miró y por primera vez vi en su gesto un poco de seriedad sobre mí, sobre mi sentir y lo mucho que le impresionaba escucharme hablar de esta manera.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.