La rosa blanca y el pájaro ruiseñor

Epílogo

Dorian.

El sol bajaba lentamente, tiñendo los jardines del castillo de tonos dorados y rosados. La brisa era suave, el cielo despejado y el aire olía a flores recién regadas. Era uno de esos días en los que todo parecía estar en paz, como si el mundo se hubiera detenido solo para darnos este instante.

Jugando a atrapar y alejar las bugambilias que crecían en el jardín, tenía en brazos a nuestra hija. Con sus pequeños dedos se emocionaba cuando tocaba los pétalos de flores y luego la alejaba apropósito para verla reír.

Su carita soltaba carcajadas contagiosas y sus piecitos se movían felices a mi costado.

Tenía el cabello dorado como su madre, pero quebrado como el mío, con esos remolinos rebeldes que se negaban a seguir el orden. Era perfecta. Tan pequeña, tan frágil… tan nuestra.

—Se parece a ti —me dijo Stella al acercarse con Sophie de la mano.

Mi madre estaba de visita y como cada vez que lo hacía, le pedía que trajera a Sophie. Cuando Maggie, nuestra hija, nació, Sophie esperó afuera de la habitación junto con Stefan y Valentina hasta que llegó el momento de conocer a la nueva princesa. Sophie se emocionó de ver lo pequeña que era y ya ansiaba jugar con ella.

Esta mañana al llegar, lo primero que hizo fue buscar a la bebé.

—¿Ya podemos jugar? —preguntó con ojos atentos.

—Claro que sí, pequeña —respondió mi madre llegando a nosotros con una sonrisa—. Vayamos a jugar, ¿de acuerdo?

Luego extendió los brazos para que le pasará a Maggie y eso hice.

—Sostenla bien de la espalda —indique—. Se mueve mucho y…

—Lo sé. Tú eras igual —respondió mi madre y se fue feliz acompañada de las niñas.

Stella suprimió una sonrisa a mi lado, pero cuando me volví a verla le hice una seña.

—Adelante, no me molestaré.

Y Stella soltó la carcajada.

—Te lo dije, se parece a ti —dijo.

Deje que su risa me contagiara y luego la tome de la cintura, la pegué a mí y le di un beso en la frente. La felicidad que irradiaban ellas bastaba para iluminar mi día.

A lo lejos, Valentina se reía con Simón mientras recogían los restos del picnic. Stefan, en cambio, se limitó a observarlos mandando, como el príncipe que era.

Ellos dos respondían algo para molestarlo y comenzaban una breve discusión que terminaba en carcajadas, primero de parte de la guardia y el secretario y al final de él.

Nunca olvidaré la forma en que cargó por primera vez a Maggie, con una mezcla de torpeza y ternura. Como si no supiera qué hacer con algo tan pequeño… y, sin embargo, no quería soltarla.

—¿Sabe, su alteza? —le dijo mi madre en ese entonces—. Le queda bien.

—¿El babero? —respondió sin mirarnos.

—La paternidad.

Stefan nos miró con sorpresa y un nudo en la garganta se le formó. Carraspeo un poco antes de por fin contestar.

—Prefiero ser su tío consentido —respondió.

—Y el único que tiene, porque el otro está en la cárcel —añadió Valentina en un susurró que si se alcanzó a escuchar.

Simón soltó una carcajada y yo reprimí las ganas de hacerlo, pero eso no impidió que apretara los labios en una sonrisa. Entonces Valentina se llevó una mano a la boca.

—¿Lo dije o lo pensé? —preguntó abochornada.

—Lo dijiste —replicó Stefan.

Valentina pidió disculpas, pero ninguno, salvo Stefan, parecía enfadado. Ni siquiera él, era meramente la costumbre que tenía de discutir con ella.

Me reí al recordarlo.

Tomado de la mano de mi esposa, nos sentamos en la banca de piedra bajo el limonero y observamos la escena. Simón se había unido a las niñas con Sunny en manos, la gatita no dejaba de frotarse entre las niñas y estas reían emocionadas.

—Maggie será una niña muy especial —pronunció Stefan acercándose a nosotros para ver la escena.

—Ya lo es —respondió Stella y dio unas palmas en el banco para que se sentará, pero su hermano negó con la cabeza— ¿Por qué?

—Ya casi es hora de pasear a los perros —explicó.

—Ah, cierto —añadió su hermana—. Todos los días, a la misma hora.

—Los perros son de rutina. Igual que yo.

—Tú perro, los otros tres son de Valentina —aclaró Stella.

Stefan rodó los ojos.

—Ella no saca a pasear a los perros, sus perros son quienes la sacan a ella —farfulló.

Stella y yo nos reímos.

—En cualquier momento aparecerán por allá —señaló la entrada a los grandes campos del castillo— y mientras sus perros corren, ella se verá casi arrastrada —luego miró su reloj y dijo—: en tres… dos… uno…

A lo lejos se escucharon fuertes las pisadas y los vimos. Tres perros de diferentes tamaños con las correas estiradas, corriendo a toda velocidad mientras Vale trataba de seguirles el paso.




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