La Rosa de Sax

Capítulo IV: El Implacable Bastardo Kingswell

Mientras lo veía ahí frente a todos, Valeria entendió algo.
No era intencional.
La presencia que lo envolvía no era pose, ni esfuerzo, ni intento.

Era simplemente él.

—Para empezar —la indiferencia de Atlas era casi felina—, quiero aclarar que me importa un carajo ustedes, sus intenciones o sus vidas.

A su alrededor, la multitud parecía contener la respiración.

Como si no supieran si aplaudir o rezar.
Valeria estaba convencida de que tenían la percepción de la realidad alterada.

—Me da igual lo que opinen de mí, con quien cojan o si tienen un maldito grano en el culo. No les irá mal, si pueden apegarse a esta simple regla: no estorben.

Desde cuerpos temblando, rostros fascinados, chicas enamoradas, prensa adrenalínica, personal paralizado, hasta un silencio reverencial cargado de euforia contenida: ese era Atlas… y la inexplicable reacción que provocaba en las personas.

Lo odiaban y lo amaban a la vez.
Y lo peor era que ni siquiera intentaba gustarle a nadie.

Valeria observaba, incrédula.

Cuando ella era pequeña estalló el escándalo.
Xavier Kingswell, soberano de Sax: guapo, encantador, elocuente; carismático como ninguno…
Infiel, playboy y mentiroso como todos.

Atlas, Céleste y Luna.
No uno, sino tres hijos ilegítimos.

Toda una bomba nacional.
Y para rematar… el mayor era incluso más grande que el hijo “oficial”.

Fue el control de daños más apoteósico de la historia del Priorium.
Meses de juntas, comunicados de prensa, reuniones de emergencia, deliberaciones secretas… un desastre político de proporciones olímpicas.

¿La conclusión?
Los niños se quedarían.
Serían “acogidos” por la casa…
pero desterrados de la vida pública hasta cumplir dieciocho años.

¿Y la madre?
Nunca se llegó a saber quién era.
Ni se sabrá.

El Priorium dictaminó una orden oficial para todo el reino de Sax:
estaba terminantemente prohibido hablar de la mujer que los había dado a luz.

Oficialmente, se convirtió en un secreto de Estado.
Extraoficialmente… en un delito.

Solo intentar investigar sobre ella podría significar cárcel de por vida.

Como mínimo.

Aunque era muy pequeña como para recordar ese escándalo a detalle, Valeria sí recordaba perfectamente el día en que los medios, al fin, pudieron ver oficialmente el rostro del mayor de los bastardos Kingswell.

Y ahí quedó clara una de las razones por las que les prohibieron la vida pública hasta esa edad:

Tal vez nadie sabía quién era la madre de esos niños…
Pero lo que sí debió tener esa mujer, fue belleza descomunal.

Xavier era guapo, nadie podía negarlo, pero Atlas…
Atlas lo superaba sin despeinarse.

A excepción del color de piel, no compartían ningún parecido físico visible.
Era más alto, más imponente… el tipo de rostro que hacía que la gente dejara de hablar por un segundo.

La prensa lo amó.
Las jóvenes se derritieron.
Su rostro inundó portadas, videos, entrevistas, memes, foros…
El hombre del momento.

Hasta que se descubrió su verdadera naturaleza.
—Quiero que todas las que tengan dieciocho años o menos levanten la mano.

El silencio se apoderó del ambiente como una cuerda tensada.

Atlas paseó la mirada por la multitud con una calma que helaba la sangre.

Algunas chicas tragaron grueso.
Otras bajaron la cabeza, con nerviosismo y frustración.
Varias se reían por lo bajo, con sorna, al presentir lo que estaba por venir.
Y un par de ojos color miel —afilados como cuchillas— lo observaban sin parpadear.

Pero ninguna, absolutamente ninguna, levantó la mano.

—Muy bien, si así lo quieren… —Atlas señaló al personal apostado a los lados—. ¡Revisen todos los gafetes ahora mismo! Cualquiera que tenga dieciocho años o menos, se larga de este maldito lugar en este instante!

Valeria tuvo que contener un chillido de alegría.
Su hermana tenía dieciocho años.

Una sonrisa deslumbrante —capaz de nublar al mismo sol— se dibujó en sus labios.

Jijiji… quién lo diría.
Te creías muy lista, ¿no, hermanita?

Instintivamente, bajó la mirada hacia su propio gafete.

Ni siquiera hubieses durado el pri

Se le heló la sonrisa.
Se le heló el alma.
Se le heló hasta la médula.

La mataría.
La mataría con gusto.

Agarraría una pinza y le arrancaría, uno por uno, cada mechón de esa melena rojiza hasta dejarla completamente calva.

¡¿VEINTE años?!

Qué mentirosa.
Había puesto la edad de Valeria.

La muy malcriada siempre se burlaba diciendo que ella parecía la mayor —y, para ser sincera, era verdad—.
Valeria siempre le respondía lo obvio: que sí, que era la mayor… la mayor de las descerebradas.




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