La Rosa de Sax

CAPÍTULO VI: Tostadas y Secretos

Valeria se enderezó, limpiándose la falda del vestido —que alguna vez fue blanco— como si eso fuera a devolverle un ápice de dignidad.
El aroma a pan tostado con mantequilla prácticamente la abofeteó.

Su estómago rugió otra vez.

—Definitivamente hambrienta —murmuró.

Caleb se rió.

—Jajaja, sus deseos son órdenes, señorita. Venga, sígame.

La guió entre mesas de acero, vapores de delicioso aroma.

—¡Santa! —llamó de pronto—. Tenemos una emergencia.

El hombre que se giró podría haber sido Papá Noel en persona…
Si Papá Noel hubiese pasado por un motoclub antes de llegar al Polo Norte.

Barba blanca.
Brazos enormes.
Y tatuajes: mujeres, armas, cadenas, rostros que parecían retratos.
Un Santa muy hardcore.

Su marcado acento eslavo hacía vibrar cada “R” como si fuera a encender un motor.

—Si es otra niña llorando por gluten, juro que renuncio —gruñó.

—Tranquilo, Santa Claus —respondió Caleb—. Ésta sí tiene hambre de verdad.

Los ojos del hombre aterrizaron en Valeria. Su expresión pasó de me pagan poco a pobre criatura en un suspiro.

—¿Pero cuándo fue la última vez que comiste?

Valeria abrió la boca, pero su estómago contestó primero con un rugido que podría haber competido con una motosierra.

Santa lanzó una carcajada tan profunda que el piso pareció vibrar.

—Siéntese. Le voy a preparar algo antes de que se caiga redonda y me acusen de homicidio involuntario.

Valeria se dejó caer en un banquito junto a la isla central.
Se sintió pequeña, pero… cómoda.

Nadie la juzgaba.
Ni la evaluaban como si fuera un trofeo humano.
Solo era una chica con hambre.

Caleb se inclinó hacia ella.

—Sabe que no debería estar aquí, ¿verdad?

—Lo sé —admitió, apoyando su peso en los codos—. Estoy evasivamente consciente.

Él soltó una carcajada suave.

—En fin, usted sabrá, señorita. Pero así no va a ganar. Ni de cerca.

Una bandeja apareció frente a ella: pan artesanal tibio, una crema dorada, algo que olía directamente a cielo.

—Come —ordenó Santa—. Y no me hagas usar la cuchara como arma.

Valeria no necesitó que se lo repitieran.

El primer bocado le devolvió la vida.
El segundo, la esperanza.
El tercero… la fe en la humanidad.

—Mmm… Esto sabe a gloria ¿Qué es? —preguntó, casi llorando.

—Tostadas con mantequilla batida con miel y romero —dijo Santa, inflando el pecho—. También conocido como el motivo por el que la mitad del personal no renuncia.

La cocina estalló en risas.
Y por primera vez desde que llegó a la mansión… Valeria también rió.
Rió de verdad.
Como si esa tostada pudiera, efectivamente, convencerla de quedarse a ella también.

Lili —ya con el carrito cargado— habló desde la puerta:

—¡Hey, Santa! Lánzame unas.

—Ahí va.

Santa le lanzó un par de tostadas calientes con la precisión de un francotirador.

Lili las atrapó al vuelo, mordió una y, con la boca llena:

—¡Grashias! —y se marchó rodando el carrito hacia afuera.

—Tome —agregó Santa, poniéndole otro plato—. Pollo a la naranja para acompañar.

Caleb arqueó una ceja.

—¿Pollo a la naranja? Creí que era un plato demasiado simple para el señor “solo cocino gourmet”.

—Mejor te callas —respondió, picando cebollas con la gracia de un verdugo— o te doy de comer intestinos con sal y ajo toda la semana.

—Ah no, pues me lo termino feliz de la vida —dijo Caleb, aferrando el tenedor como si temiera perder el plato.

El resto del personal observaba divertido, pero nadie dejaba de trabajar.
Era como si la cocina se moviera en dos ritmos: caos absoluto… y camaradería perfecta.

Valeria sonrió mientras comía, pero luego se quedó mirando el ambiente: bromas internas, sobrenombres, movimientos sincronizados…

—¿Trabajan para los Mistral? —preguntó entre bocado y bocado.

Caleb, distraído, levantó la vista sin soltar su plato.

—¿Cómo?

Santa la miró de reojo, sin borrar la sonrisa.

—Todo el servicio viene de parte del Priorium. Nos contrataron para esta ocasión especial.

—A sus órdenes hasta que se case con Atlas —dijo Caleb—. O hasta que la echen del certamen —añadió por lo bajo.

Santa le dio un trapazo en la nuca.

—¡Niño imprudente! No haga caso, señorita. Usted es hermosa, tiene tanta oportunidad de ganar como las otras chicas.

Un bufido escapó de Valeria.

Muy elegante, muy delicado, muy “sí, claro”.

—¿No cree que pueda ganar? —preguntó Caleb, divertido.

—¿Ah? No… no es eso. Solo… ya sabes. El Implacable Atlas lo hizo de nuevo hoy.

—¡Bah! Patrañas —refunfuñó Santa—. El señor tiene buen ojo.

Le deseo mucha suerte al señor, pensó Valeria.

—¿De verdad se llama “Santa” o debo llamarlo así?

Santa soltó una carcajada que vibró hasta en la mesa.

—Jajajaja. No, señorita. Dimitri —se llevó la mano al pecho, solemne—. Un placer, señorita. Y esta criatura insolente aquí a mi lado es…

—Ya me presenté esta tarde —lo atajó Caleb.

—¡Oh! Por supuesto… —Dimitri soltó un resoplido divertido, como si Caleb lo agotara—. ¿Puedo saber su nombre, señorita?

Valeria abrió la boca.

—V… —el instinto casi la delata—. Katrina —dijo al fin—. Un placer.

Dimitri asintió satisfecho.

Caleb la observó un segundo más de la cuenta… pero una olla silbó como dragón furioso y el momento murió ahí.

Valeria masticó su último bocado.

—Ya terminé –acarició su estómago con gesto satisfecho–. Muchas gracias, señor Dimitri.

—Ha sido un placer señorita.

Valeria dio un paso, pero cayó en cuenta de que no sabía por dónde salir. La puerta por donde entró no era una opción.

—Ahm… ¿Cuál es el camino más rápido a los dormitorios?

Caleb abrió los ojos, sorprendido.

—¿En serio? ¿Se va a saltar las entrevistas? ¿Así no más? —dijo Caleb.




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