El amanecer llegó demasiado pronto. No dormí ni un minuto. El libro seguía sobre el escritorio, abierto en la última página donde estaba escrito ese nombre: Alexander
Lo observaba como si pudiera saltar de las letras y materializarse frente a mí.
—Emma, baja a desayunar —gritó mi madre desde la cocina.
—Ya voy —contesté con voz ronca.
Me miré en el espejo antes de salir. Había algo raro en mis ojos, como si una sombra se hubiera instalado detrás de mi mirada.Bajé las escaleras y me encontré con mi madre sirviendo café. Ella me observó con el ceño fruncido.
—Estás pálida. ¿Otra vez te desvelaste?
—Un poco —murmuré, intentando sonar despreocupada.
Pero no lo conseguí. Mis dedos rozaban el bolsillo de mi suéter donde había guardado la carta. Tenía miedo de dejarla sola en mi cuarto, como si alguien pudiera llevársela.