—¡Ya terminé de limpiar la mesa! —grito desde la sala, esperando que papá me escuche.
Limpiar toda la casa es un montón de trabajo. Hasta el señor Avestruz está cansado… ¡pobrecito! Sus plumas ya no son completamente negras, ahora son grises. Y Vainilla, mi perrito malamute, está tan cansado que se ha quedado dormido, acostado con las patas hacia arriba sobre la alfombra. Se ve muy gracioso así, como si fuera un osito que se cayó de espaldas.
Papá, siempre tan callado, tarda mucho en responderme cuando le hablo. Es que, cuando limpia, cocina y pone la lavadora, se olvida de todo lo demás. Se nota en su carita que está agotado, pero nunca se queja ni dice nada. A veces me pregunto si realmente le gusta hacer todo eso... porque, bueno, todo el mundo debería tener tiempo para hacer cosas divertidas, ¿no?
El señor Avestruz siempre me dice que papá está tan ocupado que se olvida de afeitarse y tiene razón: su barba lo hace parecer un hombre muy, muy viejo, pero en realidad solo tiene veintiocho años. Si le pongo una manta, parece uno de esos hombres con barba que dicen cosas raras, ¿cómo se llaman? ¿Filósofos? No sé… pero ya me entienden.
En casa, todo es bastante igual cada día. Papá va a su trabajo, yo voy a la escuela, y Vainilla y el señor Avestruz cuidan de la casa. Son buenísimos para eso porque a nadie le gustaría que un perro grande lo mordiera o que un avestruz lo aplastara o lo picara. Si alguien intentara entrar a la fuerza, imagino que el señor Avestruz haría todo un show para distraer al intruso, mientras Vainilla le muerde el trasero. Papá también dice que mi mamá cuida la casa, aunque nunca la he visto. Se fue al cielo cuando yo tenía dos años. No sé mucho de ella, pero tengo la sensación de que debe dar miedo si se asusta, porque seguro es muy buena para eso.
Cuando llego de la escuela, papá ya está en casa haciendo cosas. Es bueno que él sea dueño de la tienda donde trabaja, porque así puede elegir sus horarios, pero siempre está tan ocupado. Lo veo con su delantal de cocina, el cabello un poco alborotado, y la expresión que pone cuando está concentrado doblando la ropa, como si estuviera haciendo algo súper importante. A veces lo miro en silencio, preguntándome si realmente le gusta hacer esas cosas o si solo las hace porque tiene que hacerlo.
Vainilla siempre me recibe moviendo la cola tan rápido que parece un limpiaparabrisas loco. Salta, da vueltas y me lame la cara como si no me hubiera visto en mil años. Y el señor Avestruz permanece en la misma posición donde lo dejé por la mañana antes de ir a la escuela, con esa mirada seria y sabia que siempre tiene.
Papá sonríe desde la cocina y, sin pensarlo mucho, les da su pago a los ayudantes del día. Vainilla recibe su sueldo en forma de croquetas y se las come como si no hubiera comido en un millón de años. Y el señor Avestruz… bueno, a él le toca un baño. Papá dice que los mejores agentes secretos siempre deben estar limpios. Yo digo que es porque se ensució mucho en su última misión súper secreta. De todas formas, es bonito saber que nuestra casa está cuidada por dos profesionales tan serios. Aunque todavía me queda la duda… ¿mamá también estará haciendo su parte como fantasma vigilante? Supongo que sí, porque su silencio es tan fuerte que hasta da respeto.
El resto del día es como siempre. Me siento en la mesa del comedor a hacer mi tarea, y Vainilla se echa a mi lado, roncando como un tractor viejito. A veces levanta la cabeza y me mira con sus ojotes, como si quisiera revisar mi cuaderno, pero luego vuelve a dormirse. El señor Avestruz, en cambio, se queda muy serio arriba de la mesa, observándome con su mirada de “profe que pone diez si te portas bien”. Es un poco intimidante, la verdad, pero creo que solo quiere que todo salga perfecto.
No puedo salir de casa porque, después del almuerzo, papá se va otra vez a su tienda. Y eso que él es el jefe. A mí me parece raro, porque siendo el dueño, debería descansar más, pero no… trabaja un montón. A veces me pregunto si él también se da su propio sueldo o si, como el señor Avestruz, trabaja solo por el honor.
Cuando papá se va, llega la niñera. Es buena, pero un poquito seria. Siempre trae un suéter de lana, aunque haga calor, y su bolso gigante lleno de cosas extrañas. Una vez sacó un ovillo de lana, una manzana, una revista de plantas y… ¡otro suéter! ¿Quién necesita dos suéteres? Yo tengo un montón en mi cajón.
Ella siempre me pregunta si ya hice la tarea, si quiero ver la tele o leer un libro. Yo le digo que sí con la cabeza, pero en realidad solo estoy esperando a que el tiempo pase. La niñera está ahí, pero casi no hablamos. Vainilla no le hace mucho caso, y el señor Avestruz... bueno, él sigue en su guardia de siempre, vigilando como si esperara que algo pasara.
Las horas pasan despacito. Afuera, el cielo se pone todo bonito, con colores naranjas y rosados. Me gusta mirar por la ventana cuando empiezan a encenderse las luces de la calle. Es un momento tranquilo… pero también me da esa sensación de que algo falta.
Y entonces, por fin, escucho la puerta abrirse. ¡Papá está de vuelta!
—¿Cómo estuvo el día? —me pregunta, como siempre.
Yo me encojo de hombros, a veces cruzo los brazos o intento parecer una señora chiquita.
—Lo de siempre. Vainilla trabajó duro, el señor Avestruz supervisó todo y la niñera sigue siendo un misterio.
Papá se ríe bajito y me despeina con la mano antes de ir a la cocina. Mientras calienta la cena, la niñera guarda sus cosas y dice su clásico “Pórtate bien”. Siempre me pregunto si algún día pensará que no me porto bien… pero no, soy un sol o eso creo.
Editado: 16.04.2025