La rosa que no florecía

Páginas y preguntas

Hace tanto frío esta mañana que hasta el señor Avestruz tiembla un poco. Yo también me enrosco como una oruga bajo las sábanas, dejando afuera solo la punta de la nariz… y ya se me está congelando. No sé si es que el invierno se adelantó o si la calefacción decidió tomarse vacaciones sin avisar.

Han pasado varios días desde que encontré el diario de mamá. Solo tres, y sin embargo, siento como si lo tuviera conmigo desde siempre. Desde entonces, no ha pasado ni una sola noche sin que lo lea. He leído sobre juguetes, mundos de fantasía, paseos que hizo con el abuelo o la abuela y muchas cosas más. A veces, me cuesta dormirme porque me quedo pensando en lo que escribió, en sus dibujitos, en sus palabras torcidas cuando estaba apurada o en sus letras redonditas cuando se sentía feliz.

El diario se ha convertido en mi lugar favorito. Es como si ella me hablara desde sus páginas, como si me contara sus secretos solo a mí; es como si se hubiera transformado en una amiga a la que no puedo ver.

Me levanto de la cama y, antes de ir al baño, me quedo mirando mis muñecas por un momento. No sé por qué, pero siempre me gusta verlas al despertar, como si pudieran contarme un secreto. Luego, camino despacio hacia el baño, arrastrando los pies, porque todavía estoy un poco dormida. Tomo mi banquito de siempre y me subo al lavabo, observando mi reflejo en el espejo. Mi pelo está revuelto, como un nido de pájaro, pero no me importa.

Cepillo mis dientes con mi pasta dental, que tiene un sabor tan fuerte que casi me hace arrugar la cara. ¡Es asqueroso! Siempre me pregunto por qué algo que debería dejar mi boca limpia tiene que saber tan raro. Después, me enjuago con agua fría, como siempre, y me siento un poco más despierta.

Entro a la ducha, que me recibe con un chorro de agua tibia, y empiezo a cantar mi canción favorita mientras me lavo. El agua cae sobre mí y, aunque el baño no es muy grande, siempre siento que es mi pequeño refugio, un lugar donde nada puede molestarme. Y, claro, el señor Avestruz está ahí, vigilando la puerta con su gran mirada de siempre, como si fuera el guardián de la casa. Él me cuida y está atento a cualquier ruido extraño, ya sea un intruso o un fantasma que se atreva a acercarse.

Me siento segura sabiendo que él está ahí, aunque esté un poco triste por no poder moverse y tener que quedarse en el mismo sitio todo el tiempo. Pero sé que, de alguna forma, me protege con su presencia.

Al salir de la ducha, me seco rápido con la toalla, aunque siempre dejo un charquito en el suelo, y busco mi ropa. Me pongo mi camiseta con el dibujo del gatito astronauta, la que más me gusta cuando hace frío, porque me abriga hasta el alma. Luego, me pongo los pantalones y las medias.

Ya vestida, bajo a la sala en silencio, como si fuera una espía. Busco a papá. A esta hora, seguro ya está listo el desayuno... o tal vez recién está empezando a cocinar. Una vez, lo vi preparándolo aún dormido. Se movía de una manera tan chistosa que casi me hago pis encima, hasta que se chocó con la puerta de la alacena y se despertó de golpe. Dio un pequeño grito, solo para reírse al final, aunque fue una risa casi de vergüenza.

El día antes de eso, se había quedado despierto hasta tarde, según él, haciendo cosas de adultos, como “revisar balances” y “organizar el presupuesto para el mes”. No sé mucho de eso, pero seguro tiene que ver con papeles, números y muchas tazas de café.

Desearía que papá pudiera dormir un poquito más. Se le ve cansado casi siempre, aunque intenta sonreír cuando me mira. Tal vez debería prestarle al señor Avestruz esta noche. O incluso a la señora Tortuga, que aunque no habla mucho, da unos abrazos tan placenteros que hacen que uno se sienta seguro de inmediato. Estoy segura de que un poco de compañía le ayudaría mucho a dormir mejor. Y si tiene pesadillas, la señora Tortuga podría espantarlas con su mirada seria. Porque, aunque es chiquita y lenta, nadie se atreve a meterse con ella.

Finalmente, entro a la cocina y lo veo. Papá está ahí, medio despeinado y con su bata gris, sosteniendo una taza azul con estrellas. Tiene los ojos pequeños, como si se estuviera quedando dormido de pie, pero en la mesa ya hay dos platos: uno con pan tostado y otro con huevos revueltos que todavía humean. Me encanta cuando el desayuno huele así, como un domingo, aunque apenas sea martes.

—¡Buen día, princesa! —dice papá con su voz de siempre, esa que suena un poco ronca pero también suave, como cuando me cantaba bajito en las noches para que me duerma.

—Buenos días, papá —respondo mientras me siento en mi lugar, justo frente a él.

Comemos tranquilos. Papá bosteza un par de veces y yo me río un poco porque su bostezo suena como el de un oso, grande y sonoro. Lo miro con los ojos entrecerrados, porque a veces lo observo sin que él me vea. Él sigue comiendo con su ritmo lento, como si su cuerpo no tuviera prisa por despertar. Como una tortuga o un caracol, siempre tan calmado.

Tomo la mermelada de mora y, mientras la unto en el pan, mi papá sigue comiendo sus huevos revueltos con lentitud. A veces, cuando está muy cansado, me da la sensación de que cada bocado es una pequeña batalla contra el sueño, como si no tuviera ganas de despertar del todo.

—¿Tuviste algún sueño interesante? —pregunta papá luego de beber un poco de su café, que siempre huele amargo pero que no lo cambia por nada del mundo.

—Realmente no. Con el frío que hizo desde la noche, pasé más abrigada que soñando —digo con una sonrisa mientras bebo de mi vaso de leche, que está tan frío como el aire de afuera, pero aún así me gusta.



#1261 en Otros
#64 en Aventura

En el texto hay: familia, aventura, infantil

Editado: 28.04.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.