La rosa que no florecía

Daniel I

El día está tan frío que ni el agua caliente logra ahuyentarlo. Lexie debe seguir dormida. Como está de vacaciones, hoy se queda sola en casa. Su niñera aún no se ha recuperado del todo y, siendo sincero, no me llevo muy bien con el padre de mi fallecida esposa, como para que me ayude a cuidarla. Ni siquiera quiere verla.

A veces… a veces desearía que Paulina estuviera aquí. Las cosas sin ella son mucho más difíciles, sobre todo porque me toca educar solo a nuestra hija. Siempre escucho a conocidos, e incluso a familiares, decir que soy egoísta, que no pienso en mi hija, que ella necesita una madre. Pero nunca, ni una sola vez, me dicen: “Te ayudo a cuidar a tu hija” o “Te doy una mano con la casa”. Nada. Absolutamente nada.

Y aunque me queje, aunque a veces sienta que todo se me viene encima, aquí sigo. Rendirme o mostrar debilidad no es lo mío. Lexie es lo único que me queda de Paulina. Es mi razón para continuar, el único motivo por el que no he tocado fondo, por quien lucho cada minuto de cada día.

Mi rutina es casi la misma de todos los días: me levanto antes que Lexie, preparo el desayuno— a veces solo es algo sencillo, por lo general pan, y otras veces algo más elaborado si tengo ánimo— reviso que todo esté cerrado y seguro, y salgo al trabajo. En las tardes, ya casi anocheciendo, regreso de la tienda. Cuando está en clases, la encuentro haciendo sus tareas mientras su niñera la supervisa; ahora que está de vacaciones, siempre es ella quien me recibe. Hablamos un poco, cenamos y, si no estoy demasiado cansado, vemos una película juntos.

Lo más difícil no es el trabajo (aun siendo el dueño de la tienda), ni la falta de dinero o el cansancio. Lo más complicado es no poder dividirme en dos. Ser su protector, su guía, su cómplice... su padre y su madre al mismo tiempo. Quisiera ser un gremlin; habría tantos yo que, en teoría, sería todo más sencillo.

Hay momentos en los que veo a Paulina en mis sueños, dándome su mano o abrazándome, diciéndome que todo estará bien, que no me rinda... Pero deseo que sea más que un simple sueño. Quiero que Lexie tenga a quien llamar madre, con quien pueda conversar con más libertad. Sé que ella también sufre. Lo veo en su mirada cuando cree que no la observo, en las cosas que dibuja, en ese silencio que a veces la envuelve. Y aun así, tengo miedo. Miedo de cometer un error. Miedo de que alguien la lastime. O peor aún... que me la quiten.

Recuerdo el día que Paulina me dijo que estaba embarazada, con su típica sonrisa de niña ingenua que me enamoraba cada segundo. El miedo que sentí fue tan auténtico que lo primero que quise hacer fue desaparecer, dejarla sola. No porque no la amara, sino porque pensé que no podría con todo lo que venía. En ese mismo momento quise decirle que no, que no estaba preparado; deseaba comportarme como un cobarde y al final... terminé yéndome de la casa.

Fue mi padre quien me hizo entrar en razón. Aún siento el ardor de la cachetada que me dio, tan fuerte que terminé escupiendo sangre. Nunca olvidaré sus palabras:

"Es natural sentir miedo. La noticia de que uno será padre no es algo que se espere con un manual en la mano... es un salto al vacío, un salto de fe. Yo también tuve miedo cuando tu madre me dijo que estaba embarazada de ti, también me sentí pequeño, confundido. Pero no le di la espalda. Me quedé. Y créeme, hijo... nunca me he arrepentido".

Aquella conversación fue como una bofetada emocional, más fuerte que la física. Después de eso, permanecí en silencio durante mucho tiempo, digiriendo cada palabra como si fueran cuchillas lentas. Al final, volví a casa. Paulina estaba en la sala, abrazando una almohada, con los ojos hinchados de tanto llorar. Se asustó al verme entrar.

No le dije nada. Solo me arrodillé frente a ella, tomé sus manos y le pedí perdón. No sé si alguna vez merecí tanto amor como el que ella me ofreció en ese momento. Me abrazó con tal fuerza que sentí que podía recomenzar desde cero, que lo haríamos juntos.

Y lo hicimos. Con miedo, con dudas, con muchas madrugadas de incertidumbre... pero también con risas, con libros para padres marcados con resaltador, con ecografías pegadas en la nevera, con discusiones sobre nombres y la cuna, con caricias en el vientre mientras Paulina dormía. Nos transformamos. Fueron los nueve meses más movidos de mi vida... yo con mis dudas, ella con su aspiración de ser madre por las nubes. Dejamos de ser dos adultos que apenas sobrevivían y nos convertimos en un equipo, en padres primerizos que aprendían sobre la marcha.

El día que nació Lexie, estaba en mi anterior trabajo. Como en todo empleo, nunca falta el jefe miserable que le importa un carajo sus trabajadores. Mi madre me llamó en ese momento, diciéndome que Paulina ya estaba en labor de parto. No olvido cómo pedí permiso para ir a la maternidad, y cómo, al no concedérmelo, insulté de la manera mas humillante a mi jefe. Perdí un trabajo ese día, pero gané dos: uno mejor pagado y el ser padre.

La desesperación fue tanta que casi choco con otro auto mientras trataba de llegar. Al fin, cuando pisé la puerta de la maternidad, mi madre y mis suegros me recibieron. Entré a la sala y ahí estaba Paulina, llorando pero sonriendo, con la niña más linda que mis ojos habían visto. Pequeña y rechoncha, como un osito de peluche, con los ojitos cerrados.

Mis manos temblaban cuando Paulina me la entregó, y al sostenerla por primera vez, el peso de la vida se hizo tan claro, tan real, que me invadió una oleada de emociones. Mi esposa me miró con esa dulzura infinita, como si nada más existiera en ese cuarto. Fue en ese instante cuando supe con certeza que había tomado la mejor decisión de mi vida, que quedarme había sido lo correcto, que mi miedo no tenía cabida frente a la tormenta de sentimientos que experimentaba en ese preciso momento.



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En el texto hay: familia, aventura, infantil

Editado: 28.04.2025

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