La rosa que no florecía

¡Al faro! (Segunda parte)

He visto muchos dibujos y fotos de faros. Siempre tan solitarios, altos y callados, con esa presencia que evoca guardianes que han vigilado un tesoro muy antiguo. Casi siempre están pintados de rojo y blanco, igual que los bastoncitos de caramelo que venden en Navidad, esos que nunca entiendo por qué saben a menta si se ven tan dulces.

Me pregunto qué harán las personas que viven en un faro. ¿Tendrán amigos con quienes conversar? ¿Habrá fiestas o cenas con velas dentro de un faro? ¿O será tan silencioso como una iglesia vacía? ¿No les dará miedo que las olas se los lleven una noche de tormenta? ¿Y si un barco pirata llega de pronto, lleno de calaveras y banderas negras, y dispara con sus cañones? Tal vez el faro se defienda por sí mismo.

A veces pienso que los faros no son solo torres con luces. Tal vez sean casas encantadas, llenas de fantasmas o de cosas ocultas que esperan ser descubiertas. La verdad es que todo esto resulta un misterio.

La caminata es lenta. Siguiendo las indicaciones de la señorita Mayra, debo llegar al final del malecón, donde hay unas verjas con una puerta. El tío Sebastián camina a mi lado, con una mirada de miedo. Supongo que tiene miedo de mi papá, porque no creo que tema al viaje al faro, aunque puede que le tengan pavor las alturas. Después de todo, los faros, como dije antes, son grandotes. Muy grandotes.

Yo ya no siento cansancio, aunque mis piernas sí lo están, pero no se lo digo a nadie. Prefiero morirme antes que quejarme justo ahora. Durante el trayecto, veo a una persona que está haciendo dibujos muy bonitos con un crayón negro que le mancha los dedos, y pinta con esos dedos manchados; me imagino que ensuciar la hoja hace que sea más lindo el dibujo. Lo más increíble es que las personas que dibuja son muy reales.

Justo adelante veo un vagón de tren de color rojo y, frente a él, un puesto de helados. Saco de mi mochila la bolsita con mi dinero, tomo un billete de diez dólares y me acerco a pedir un helado de chocolate. El joven que está atendiendo casi no puede verme, por lo que mi tío, dándose cuenta, me carga en sus brazos para darme facilidad, aunque me resulta algo vergonzoso.

—¿De qué sabor quieres, pequeña?

—Quiero dos de chocolate, por favor —digo, y luego me baja mi tío.

El joven asiente y toma dos conos para servir dos bolas de chocolate en cada uno. Me los entrega y yo pago con el billete. Ahora pienso que haber tomado todos mis ahorros no era tan necesario; no gasto mucho, realmente. Le entrego un helado al tío Sebastián y continuamos caminando con la misma lentitud, pasando por un pequeño parque de juegos y después por una fuente.

El olor a río es más notorio y el viento, un poco más fuerte, pero muy fresco. Vainilla va adelante, oliendo todo con esa curiosidad meticulosa de quien rastrea señales invisibles en cada rincón. A veces se detiene y luego sigue trotando con las orejitas rígidas, atenta a cualquier sonido.

El tío Sebastián me mira de reojo varias veces; supongo que me quiere decir algo, pero no lo hace. Solo guarda silencio, con una de sus manos en el bolsillo y el ceño fruncido mientras como el helado. Creo que está pensando en el trato que hicimos o quizás se pregunta si me parezco más a mamá o a papá, pero sé que soy más como mi mamá.

—¿No te molesta que te diga tío, siendo mi padrino? —pregunto mientras saboreo mi helado.

—No, pero sí se siente extraño.

Ambos quedamos en silencio un momento más hasta que me pregunta:

—¿A dónde vamos?

—Vamos al faro del Cerro Santa Ana —respondo con alegría, con los labios manchados de chocolate—. La rosa de mamá nos guiará cuando estemos cerca del dibujo.

Al mismo tiempo que come su helado, él observa la rosa en la botellita con una risa que no es de burla, pero tiene un poco de ironía.

—¿Cómo nos guiará esta rosa? —toma la botellita con su mano libre y la observa en distintas posiciones—. ¿Es mágica o sobrenatural?

—No sé cómo explicarlo, tío... pero es una rosa extraña. Cuando estuve cerca del primer dibujo, empezó a brillar y no es la primera vez.

—Tengo que ver eso —dice finalmente, antes de guardar la botellita en el bolsillo de mi mochila y seguir saboreando el helado a medio acabar.

Seguimos avanzando hasta llegar a otra zona de juegos mecánicos y un carrusel. Algunos niños están allí jugando con sus padres o entre ellos. Otros solo están viendo o pasando, ignorando completamente el lugar. Observo a mi alrededor y me doy cuenta de que esta parte del malecón es distinta: hay menos personas, menos tiendas. La única grande es una cafetería con un letrero largo y elegante, pero no alcanzo a leerlo. Más adelante, hay un enorme jardín con muchos arbolitos y un estanque con peces que puedes alimentar.

Y, como si fuera magia, las personas comienzan a aumentar nuevamente. Cerca, hay unas carpas que venden cosas muy bonitas, de muchos colores y tamaños. El tío Sebastián se queda un momento observando. Le doy un toquecito en el brazo y le digo que debemos seguir; sin embargo, me lanza una mirada seria que me hace temblar. Incluso Vainilla se acuesta en señal de rendición.

En silencio, me quedo a su lado y observo con más detalle los objetos en venta, desde pulseras hasta enormes adornos que podrían caber en la sala de una casa. Después de unos minutos, el tío Sebastián se retira con una pequeña bolsa, seguido por mí y Vainilla.




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