Miro por un momento el espejo de mi habitación. Las ojeras se marcan bajo mis ojos como sombras profundas, oscuras y hundidas. No es solo falta de sueño; es el peso de los días, de las horas que pasan sin noticias, sin respuestas. Las siento cargadas de plomo, recordándome constantemente lo que falta, lo que he perdido, lo que aún no he logrado encontrar.
No he dormido bien en días. A veces me acuesto, pero mi cuerpo simplemente se queda ahí, quieto, mientras mi cabeza repasa una y otra vez cada detalle, cada error, cada posibilidad. ¿Dónde está? ¿Qué hice mal? ¿Cómo no lo vi venir? ¿Por qué no estuve allí? Las preguntas se repiten como un eco que nunca se apaga.
Mis padres me han ayudado con la tienda hasta donde pueden. Intentan mantenerla en pie mientras yo me desarmo por dentro. Hacen lo que pueden, pero no son jóvenes. Sé que están cansados, que les duele verme así, pero también sé que no pueden hacer mucho más. Les agradezco en silencio, aunque ya casi no hablo.
La mamá de Paulina viene de vez en cuando; aparece con una olla, una bolsa con pan, algo cocinado. Me deja comida caliente en la mesa, me acaricia el hombro sin decir nada y luego se va. A veces quiere quedarse a hablar, pero yo apenas respondo. No tengo hambre, ni fuerzas, ni ganas de hacer nada. La casa se siente demasiado vacía sin la risa de Lexie, sin sus pasitos corriendo por el pasillo, sin sus preguntas, sin su voz.
Y luego está él. El padre de Paulina.
No dice mi nombre, no me mira a los ojos, no me escucha. Solo repite lo mismo desde el primer día: que todo esto es culpa mía. Que su hija estaría viva si no me hubiese conocido. Que Lexie estaría a salvo si yo fuera un hombre decente. Que, si no fuera tan “inútil y estúpido”, nada de esto habría pasado. Me lanza esa culpa con la misma certeza con la que uno lanza piedras, sin importarle si sangro. Y no puedo rebatirle. No tengo fuerzas para defenderme. Tal vez porque, en el fondo, una parte de mí también lo cree.
Salgo de mi habitación y voy a la sala a tomar asiento en el sofá, cerca de la mesita donde mi hija dejó esa notita. Cierro los ojos un instante, solo un segundo, y la imagen me asalta sin que pueda evitarlo. Como si el recuerdo me estuviera esperando desde hace días, agazapado en algún rincón de mi mente.
La boda, nuestra boda. No fue nada formal; nada de vestidos blancos pomposos, trajes caros o una ceremonia digna de un aristócrata. Nada de una iglesia llena de flores con un sacerdote oficiando la boda con voz solemne. Solo fue un pequeño salón decorado con esfuerzo y cariño, con papelitos de colores y el blanco como color principal, junto a luces LED multicolores.
Paulina no quiso usar vestido de novia, ni siquiera lo consideró.
Cuando la vi, llevaba un pantalón blanco de mezclilla, ajustado como a ella le gustaba, y una blusa blanca sencilla, sin adornos, pero que realzaba su sonrisa mejor que cualquier perla. Su cabello lo tenía recogido en una coleta alta que se movía con cada paso. Un poco de delineador, un toque de labial suave, y eso era todo. Se veía hermosa, como siempre lo fue, sin demasiadas pretensiones, sin artificios ni superficialidad. Auténtica.
Yo tampoco recurrí a formalidades. Elegí un estilo similar al de Paulina, pero en negro: pantalón de mezclilla, camiseta blanca con una camisa encima, un poco desabotonada, y mis zapatos, los menos pretenciosos de mi armario. No quería parecer desganado, pero tampoco me gustaba fingir. Y ella lo sabía. Lo entendía. Éramos dos piezas raras que encajaban.
Sebastián, ese loco que siempre ha sido como mi hermano, fue el padrino. Con su eterno sentido práctico, sus comentarios y sus bromas, pero, sobre todo, con esa sonrisa de orgullo que intentaba ocultar tras su serenidad. Me apretó el hombro antes de entrar, sin decir mucho, pero sus ojos hablaron por él.
Sofía, la mejor amiga de Paulina desde la infancia, fue su dama de honor. Llevaba un vestido celeste, corto, sin mangas, y un moño en la cabeza que parecía sacado de una revista antigua. Estaba emocionada y no dejaba de reír ni de tomar fotos con su móvil. Era imposible no contagiarse de su entusiasmo.
Algunos amigos y conocidos también asistieron. Nuestros padres se encontraban en primera fila. Mi madre se esforzaba por contener las lágrimas, mientras mi padre me miraba con orgullo. Su madre tenía los ojos llenos de lágrimas, pero su padre estaba con los brazos cruzados, la mirada dura y los labios apretados. No sonrió. No se movió. Solo observaba a Paulina con esa expresión perdida de quien mira algo que no puede reconocer del todo, como si ya hubiera perdido una batalla silenciosa mucho antes de ese día.
Y Paulina, en lugar de un ramo, llevaba una rosa cerrada, sin florecer. La sostenía como el tesoro más valioso del mundo. Decía que no necesitaba un ramo lleno de flores, que esa rosa era suficiente. “Una flor que aún no florece, pero que cuando lo haga… habrá prosperidad", fueron sus palabras. Esa misma rosa es la que ahora Lexie cuida en su botellita de plástico.
No hubo vals. No hubo orquesta ni baile. En su lugar, participaron juegos improvisados; algunos con aros de plástico, otros con globos y cucharas. Mi madre y la de Paulina ejercieron de presentadoras, organizando las competiciones. Sebastián llevó sus chistes a otros niveles, mientras Sofía grababa, pero, aun así, hasta ella terminó jugando. Paulina y yo competimos como niños, hicimos trampa y nos acusamos entre risas.
El pastel era pequeño, de chocolate, decorado con letras torcidas que decían «Por siempre raros». Lo había hecho una de mis tías con la ayuda de mi prima. Paulina se manchó la nariz con el betún y yo terminé con un trozo en el cabello. Las fotos de ese instante son de las pocas que aún conservo intactas en el cajón de mi escritorio.
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Editado: 14.09.2025