La rosa que no florecía

Daniel III

La calle Nueve de Octubre está abarrotada de autos. Observo a las personas caminar; algunas se dirigen al malecón, otras regresan. Con cuidado, detengo el auto frente a una tienda de zapatos, que está al lado de la única tienda de empanadas. Bajo y camino hacia la entrada. Unos clientes están ahí comprando empanadas de queso. En silencio, espero a que la tienda quede vacía. El aroma de las empanadas calientes me golpea con una inesperada nostalgia. Me recuerda a las empanadas que hacía mi mamá: la masa dorada, el queso, la mortadela.

Por un instante, casi me veo aquí con Paulina, riendo, comiendo juntos, compartiendo un solo jugo porque ella decía que así sabía mejor, aunque en nuestras salidas no quería comprar dos bebidas; más bien, quería llevarse la mía.

Sin embargo, esta vez estoy solo. Una pareja sale con una bolsita de papel y me abre paso con una leve sonrisa. Asiento con cortesía y entro. Una joven, que limpia una mesita pequeña, levanta la vista y me mira con curiosidad al ingresar. Tomo asiento y miro a mi alrededor un momento. Pido una empanada de queso y espero.

Ella asiente, y en unos minutos breves, ya tengo mi empanada y una gaseosa. Como con una tranquilidad inquieta. Entonces, la joven se sienta frente a mí con una sonrisa.

—¿Estás buscando a alguien? —pregunta con tono curioso.

—Me han dicho que aquí estuvo mi hija...

Ella me observa, con una mezcla de duda y sorpresa en su mirada. Se cruza de brazos por un instante y luego acomoda los codos en la mesa.

—Hace unos días vino una niña con un perrito y llevaba una botella con una flor —junta las manos, como buscando valor para continuar—. Dijo que buscaba unos dibujos.

Hago una pausa; el nudo en mi garganta aprieta. Dejo de masticar la empanada. Ambos quedamos en silencio por unos minutos. Finalmente, la chica hace una risa pequeña cuando me atoro con mi gaseosa, luego cambia de posición en la silla y prosigue:

—La niña me dijo que buscaba el faro del Cerro Santa Ana. Me pareció raro, pero aun así le di las indicaciones para llegar.

Se pasa una mano por el cabello, y una sonrisa tímida asoma en su rostro. Mientras habla, termino de comer con lentitud, saboreando cada bocado, aunque la mente me pesa con recuerdos y el presente me pesa en el pecho. El eco de su voz, esa presencia fugaz que se aferra a mí, me empuja a moverme.

—Ella estaba bastante decidida a encontrar esos dibujos, por lo que no la detuve, aunque quise hacerlo.

La miro con seriedad por un momento y luego coloco la servilleta sobre la mesa. Me levanto despacio y agradezco con un gesto. Afuera, el sol comienza a declinar, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y violetas. La brisa fresca se cuela nuevamente por la puerta abierta.

Camino hacia el auto y, tras encenderlo, me dirijo al malecón, avanzando por lo que queda de la Nueve de Octubre hasta doblar la esquina y continuar por la calle Simón Bolívar Palacios. El trayecto es lento debido al ligero embotellamiento que hay. Miro al frente, pensando en diversas cosas: en mi trabajo, en mi hija, en Paulina; no es que no quiera recordarla, pero de nuevo mi mente juega conmigo.

Escucho claramente la sirena de la ambulancia, de la policía y de los bomberos. Observo por un instante mis manos y veo rasguños y sangre. Miro al asiento del acompañante y ella está allí… ensangrentada, inconsciente.

Recordar esto cada día de mi vida es casi una tortura.

* * *

El sol de la tarde caía tibio sobre el parabrisas. Paulina cantaba bajito una canción que apenas sonaba en la radio, una melodía suave, de esas que no sabes si te gustan o que simplemente se quedan pegadas en el pecho. Su voz se mezclaba con el murmullo del tráfico y el sonido sordo de los neumáticos deslizándose sobre el asfalto.

Era uno de esos días normales en los que no pasa nada. Habíamos salido a comprar algunas cosas para la despensa, nada urgente. Pau discutía —mitad en broma, mitad en serio— que no necesitábamos tanta mortadela ni mantequilla, pero yo sabía que, en el fondo, le encantaban. Siempre se quejaba y luego era la primera en comerse las tajadas más gruesas.

Dejamos a Lexie en casa de mis padres, a pesar de que Pau quería que viniera con nosotros. Decía que le hacía falta aire, sol, calle. Pero preferimos que se quedara. Era uno de esos días en los que se siente que todo puede esperar un poco más.

El trayecto era tranquilo. Los árboles se mecían apenas con el viento. El cielo estaba limpio, celeste claro con jirones dispersos de nubes. Algunas personas compraban, otras paseaban. Unas cuantas aves cruzaban el cielo y se veían niños pequeños jugando en la vereda, con balones de fútbol desgastados y bicicletas prestadas.

Pasamos junto a un parque, donde un hombre mayor paseaba a su perro y una pareja joven discutía en voz baja, casi sin gestos. Paulina miraba por la ventana con una expresión serena; parecía que estuviera pensando en algo que no me iba a decir. A veces giraba la cabeza para verme de perfil, luego sonreía y volvía a mirar el mundo pasar.

A veces, su mano reposaba cerca del freno de mano, y la mía, de cuando en cuando, se deslizaba hasta rozarla.

—¿Y si después comemos algo por ahí? —me dijo con una sonrisa ladeada, cruzando las piernas y haciendo círculos con su dedo en la guantera.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.