Los días siguientes a mi partida de casa de mi padrino son… extraños. No son ni malos ni buenos; simplemente raros. Es como si el mundo hubiera decidido girar un poco más lento mientras paseo con Vainilla por las aceras de la zona del Centro Comercial San Marino. El viaje desde La Alborada dura casi veinte minutos. Durante el trayecto, suben vendedores ambulantes, un heladero y una persona con micrófono y parlante que comienza a cantar. Algunas personas le dan dinero. Yo le doy veinticinco centavos, y Vainilla le ofrece una lamida.
Después de bajarnos en la parada, seguimos caminando entre edificios y coches, mezclándose el olor de unas galletas que compré con el humo de los carros. El cielo está encapotado, y una ligera ráfaga de viento helado me hace acelerar el paso. No pasa mucho tiempo antes de que las primeras gotas comiencen a caer, primero tímidas, luego en un chaparrón que parece querer borrar todo a su paso.
Me refugio junto a Vainilla afuera de un edificio, observando cómo algunas personas corren para no mojarse. Siempre me he preguntado por qué lo hacen, si al estar la acera mojada se pueden resbalar y mojarse mucho más que con solo unas gotas... y, de hecho, ocurre: una pareja de amigos corre despavorida y, al dar un mal paso, uno se resbala y el otro cae al tropezarse con los pies del que ya se ha caído.
Me pongo el impermeable que siempre cargo en la mochila y miro a Vainilla por un momento, preguntándome cómo protegerlo de la lluvia. Todo sería más sencillo si el pelaje de mi perro fuera como las plumas de los patitos. ¡No se mojan ni aunque les caigan encima litros de agua! Y ese «cuac, cuac» parece que quisieran conquistar el mundo solo con caminar en fila.
Las calles se vacían rápidamente. Algunas personas que trabajan en puestos ambulantes recogen sus cosas a toda prisa, pero yo me quedo allí, debajo de un techo, mirando a los lados, buscando algo que pueda usar para cubrir a Vainilla.
Decido correr el riesgo y caminamos sin rumbo fijo, despacio, evitando chapotear para no mojar más mis zapatos ni las patitas de Vainilla. Después de unos minutos, llegamos a un pequeño bazar en una esquina y me refugio bajo su techo de lámina. Mi mochila de conejito está empapada, y los bordes del diario de mamá también; mi cuaderno, el suéter y mi bolsita con el dinero, inesperadamente, están intactos. La rosa, en cambio, parece haber disfrutado del baño: los pétalos ya abiertos brillan, aunque también quiero cubrirla para que no se moje más de lo que ya está.
Vainilla se sacude un poco, chispeando agua en varias direcciones, incluida mi cara.
—¿Estás perdida, pequeña? —me pregunta una voz suave desde el interior del bazar.
Me vuelvo para ver quién me habla y encuentro a un hombre que, aunque no es tan joven como papá, parece casi de su edad. A su lado, hay un pato blanco con sombrero y zapatitos. Justo hace poco pensaba en patitos. Qué raro, ¿no?
Nunca había visto un pato vestido. Parece uno de esos personajes de caricaturas. Me río en voz baja. No sé si estoy sorprendida o encantada. Vainilla se queda observándolo con atención y se pone en sus patas traseras para apoyarse en el mostrador más grande, mirando más de cerca al patito, que agita su cola de lado a lado, muy feliz de que sea observado.
—¿Ese es su pato? —pregunto, todavía sonriendo, mientras Vainilla mantiene las orejas bien erguidas, observando al pato, que parece también un misterio que Vainilla necesita resolver.
—Se llama Plumas —responde el señor, acomodándole con cuidado el sombrerito al pato—. Me ayuda en el bazar. A él le gusta ver llover.
—Parece un dibujo animado —comento sin pensar.
—Eso es bonito —dice el señor—. ¿Y tú? ¿También te escapaste de algún dibujo?
No sé qué responder. Me quedo en silencio por un momento, abrazando la mochila mojada contra mi pecho. Vainilla sigue observando al patito.
—Estoy buscando unos dibujos que mi mamá dejó escondidos —digo finalmente, mirando al señor, quien sonríe—. Ella los ocultó en algunas partes de la ciudad. Este es mi compañero —señalo a Vainilla, que ahora olfatea unos estantes bajos.
El señor asiente sin decir nada más, como si entendiera perfectamente todo, aunque realmente no comprenda nada.
—Bueno, mientras te refugias de la lluvia... ¿Necesitas comprar algo? —pregunta el señor con curiosidad.
—¡Sí! —digo con una sonrisa—. Necesito unas tijeras, cinta transparente y unas fundas de plástico grandes.
—Eso es algo muy raro de pedir en un bazar —responde con una pequeña risa, mientras se agacha a buscar en uno de los estantes de material escolar—. Pero ya te las traigo.
Saca unas tijeras con mangos verdes y un paquete de fundas algo arrugadas, pero limpias y perfectas para lo que tengo planeado. Las tomo y se las acerco a Vainilla que, con una olfateada, da por aprobada la compra.
—¿Cuánto es?
—Para ti y tu equipo de búsqueda... cincuenta centavos.
Saco de mi mochila mojada mi bolsita con los ahorros y tomo una moneda de cincuenta centavos para pagar.
—Gracias, señor —le digo mientras me siento en el suelo y empiezo a trabajar con las fundas.
El señor y el patito permanecen observando en silencio. Vainilla se acuesta y apoya su cabeza contra el suelo. Afuera, el viento sopla un poco fuerte y la lluvia aumenta un poco más.
#1198 en Otros
#17 en No ficción
dibujos, diario personal, aventura humor amistad viajes drama
Editado: 14.09.2025