La rosa que no florecía

La hermana de Sebastián y... ¿La rosa embrujada?

Los días que siguieron a lo que encontramos en el parque fueron más tranquilos, aunque seguimos teniendo un montón de cosas por hacer. Mi padrino y yo comenzamos a compartir actividades todos los días, como si ya tuviéramos nuestra propia forma de vivir. Todas las mañanas, unos pájaros gritones se posaban en el techo y hacían tanto ruido que parecía que nos estaban diciendo: «¡Despiértense ya!» Y, por supuesto, Vainilla siempre era el primero en saltar de la cama para despertarnos.

Después venía el desayuno. Casi siempre comíamos pan con mantequilla; mi padrino tomaba café —que huele delicioso, pero sabe amargo— y yo disfrutaba de leche calentita. Luego llegaba el momento de la limpieza, que no era muy divertida, pero con mi padrino lo hacíamos parecer un juego. Barríamos, sacudíamos todo, lavábamos los platos y colocábamos en el librero, que estaba al lado de su escritorio, los libros rarísimos que utilizaba para su trabajo. A mí me tocaba limpiar las ventanas, pero él siempre decía que les faltaba brillo. ¡Yo creo que exagera!

Después íbamos al supermercado. Caminábamos hasta allí y ya algunos señores y señoras me conocían. Comprábamos frutas, pan, comida para la cena y, por supuesto, las galletas y croquetas de Vainilla, que nunca se olvidaban.

En la tarde, descansábamos. A veces me ponía a dibujar, aunque no dibujo tan bonito como mi mami. Mi padrino trabajaba en su computadora y Vainilla rodaba por el piso como un trapo o mordía su juguete nuevo del supermercado. A veces, no podía evitar reírme solo de verlo.

A veces tomaba el diario de mamá y me ponía a leer las fechas siguientes al 25 de abril. Estas eran muy breves, a diferencia de las anteriores. Algunas cosas eran alegres, otras no tanto. En la del 28 de abril, ella escribió que había ido a comprar materiales de dibujo nuevos y que se mojó con una llovizna que cayó de repente.

Luego, el 2 de mayo, mamá anotó que las vacaciones estaban a punto de acabarse y lo aburrido que le resultaba salir a comprar el uniforme nuevo. También mencionaba en sus escritos que, para la preparatoria, debía cambiarse a la jornada vespertina. Pobrecita, seguro no le gustó nada. Yo, por suerte, sigo estudiando por las mañanas; es más fresquito y tengo toda la tarde para hacer deberes y jugar.

El 5 de mayo, mamá escribió que había discutido con el abuelo después de clases, en la noche. Sin embargo, aclaró que no había sido nada grave. Aun así, yo sabía que no había sido tan así… El abuelo siempre trataba mal a mamá y todavía no comprendía por qué. Además, papá seguramente lo sabe, pero cuando regrese a casa —ya perdí la cuenta de los días que llevo fuera de casa— dudo que me diga algo. Eso sí, la regañada que me espera sería monumental.

En la entrada del 7 de mayo, mencionó que papá le había regalado una libreta nueva de dibujo, porque su cuaderno ya se había quedado sin hojas. Su primer dibujo fue una araña bastante loca: tocando instrumentos, cocinando y tejiendo un gorrito al mismo tiempo. Mamá escribió que eso significaba que, si tienes muchos talentos, debes aprovecharlos al máximo. Pensaba que las arañas solo hacían telarañas o cazaban mosquitos y moscas.

Finalmente, mamá escribió el 10 de mayo, un día que para ella fue muy feliz, tan feliz como cuando papá le pidió ser su novia. Era el Día de la Madre y, junto con la abuela, hicieron un pastel de chocolate que decoraron con chispitas blancas y unas rosas de dulce que casi parecían de verdad.

Leía en silencio, a veces en el sillón, otras en la cama y, en ocasiones, sentada en el suelo del pasillo cuando no podía dormir, mientras las palabras de mamá se quedaban flotando en el aire, haciéndome compañía.

Ahora estoy con mi padrino cocinando. El aroma del pescado crudo cubre la casa como una mantita, y Vainilla ya está listo para comer, con sus aullidos y pequeños alaridos de «tengo hambre» o «me dan un pedacito». He pasado la mañana barriendo, sacudiendo algunos estantes y ayudando a mi padrino Sebastián a lavar la ropa mientras me enseñaba a colgarla en el patio trasero. Algo menos pesado siempre viene mejor.

Me quedo mirando el pescado y la harina por un ratito. Papá casi nunca me deja ayudar en la cocina, pero ahora, con mi padrino, me siento un poco más útil. La piel del pescado es suave y parece que sus ojos me juzgan al mirarme fijamente.

—Mira, se hace así —me dice mi padrino con una sonrisa mientras cubre el pescado de harina—. Solo no vayas a desperdiciar la harina. Hazlo despacio.

—Se ve fácil —contesto, mirando el resto de los pescados, frunciendo un poco la nariz y tomando uno—. Pero no me regañes si termino como un fantasma.

Agarro uno de los pescados y comienzo a cubrirlo lentamente con harina. La textura se vuelve más suave al cubrirlo con ese polvito blanco, aunque a veces se me forman grumos en las manos. Le doy la vuelta y pongo más harina; así paso al segundo y tercer pescado. La mesa termina cubierta de harina y yo con olor a pescado.

Mi padrino está con la tabla de picar cortando el tomate y los pimientos. Todo va bien hasta que llega el turno de la cebolla. La pobre se defiende tan bien que escucho llorar a mi padrino. «De la que me salvé», pienso mientras dejo el plato con los pescados —ahora blanquitos— en el mesón de la cocina.

En ese momento, él sale al patio a poner la segunda tanda de ropa en la lavadora, incluyendo la mía. Tomo una silla y, parándome en ella, agarro el cuchillo y empiezo a cortar la cebolla despacio. No es muy difícil, solo hay que tener cuidado de no poner la mano debajo de la hoja y todo va bien. Así estoy, con la tabla de madera y los ojos medio llorosos, mientras mi padrino Sebastián sigue en el patio.




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