La rosa que no florecía

Daniel IV

Han pasado varios días desde el viaje a Las Peñas, y todavía no logro entender quién es ese hombre que acompaña a mi hija… ni por qué ella lo sigue. Le conté a Arthur. Como era de esperarse, tuve que soportar sus insultos y su desprecio, pero al menos accedió a presentar una denuncia formal.

Ahora estoy aquí, en la tienda, cubriendo el turno para que mis padres puedan descansar. Acomodo unos collares artesanales sobre el mostrador, más por inercia que por interés. Doblo una camisa sin prestarle atención. El zumbido constante del aire acondicionado llena el silencio, las vitrinas relucen impecables, pero todo me parece opaco, como si la luz no alcanzara a tocar realmente nada.

De vez en cuando entran clientes —algunos buscan ropa, otros accesorios o zapatos— pero yo apenas los registro. Estoy atrapado en otro lugar, con la cabeza dando vueltas. A veces me equivoco al dar el cambio; una vez, incluso le entregué diez dólares de más a un muchacho, y fue él quien me los devolvió. Ni siquiera me di cuenta hasta que lo vi con la mano extendida, mirándome con una mezcla de sorpresa.

Levanto la mirada y el reloj de pared marca las tres y veinte. Afuera, el sol golpea con fuerza los adoquines, y las sombras de los transeúntes se alargan. Dentro de mí, todo es un eco: la voz de Arthur, la mirada de mi hija, el silencio de ese hombre desconocido. Me siento como una figura más entre los maniquíes del escaparate, inmóvil, decorativo, vacío.

De pronto, escucho la campanita de la puerta. No levanto la mirada, pues ya estoy harto de fingir sonrisas.

—¿Ese es tu sistema de atención al cliente ahora? —dice una voz conocida.

Alzo la vista. Sebastián. De pie en la entrada, con una mochila cruzada y su típica camisa de cuadros arrugada, me imagino que acaba de regresar de un viaje. A su lado se encuentra Ana, su hermana.

—¿Qué haces aquí? —pregunto, más frío de lo que esperaba sonar.

—Vengo a hablar —responde, cerrando la puerta tras de sí.

Camina directo hasta el mostrador y se apoya con ambos brazos, acorralando mis excusas antes de que aparezcan. Me mira fijo y sus ojos se oscurecen, como si me viera desde muy adentro y supiera exactamente lo que me pasa.

—Vi a Alexandra —dispara, sin un atisbo de delicadeza—. Estuve con ella.

El silencio se me clava en el pecho y mis manos se congelan sobre los collares.

—¿Qué...? —susurro.

—Hace varias semanas, la vi en el malecón acompañada de Vainilla. Según ella, estaba buscando unos...

—Dibujos de Paulina, sí —interrumpo brevemente.

—La llevé a mi casa y la cuidé... de hecho, hasta la ayudé a buscar un dibujo más —dice con seriedad y un tono de notable culpa—. Pero se escapó de casa...

Al escuchar lo que dice, doy un paso al frente. Aprieto los puños sin darme cuenta, sintiendo cómo un calor sube por mi pecho, pero me obligo a tragarlo.

—¿Por qué no me llamaste cuando la encontraste? —pregunto con voz baja, grave, contenida por un hilo muy fino de control—. ¿Por qué no me contactaste?

Sebastián baja la mirada apenas un segundo, pero en ese breve instante dice más que mil palabras. Su silencio me golpea con más fuerza que cualquier respuesta. Antes de que pueda presionarlo, Ana da un paso adelante y habla con voz serena, pero firme. No parece querer reprochar, pero tampoco está dispuesta a quedarse callada.

—Mi hermano iba a hacerlo, Daniel —me mira sin miedo—. Pero él se detuvo por una promesa.

Me quedo viéndola un instante, confundido. Una promesa. Esa palabra resuena en mí con una mezcla de incredulidad y desconfianza. Giro hacia Sebastián, esperando confirmar que he escuchado bien.

—¿Qué promesa? —pregunto, sin disimular el tono de reproche que me sube como ácido por la garganta—. ¿De qué estás hablando?

—La promesa de no decirte nada —responde Sebastián, sin adornos—. Habíamos acordado avisarte luego de encontrar algunos dibujos.

Sus palabras me atraviesan con más fuerza que cualquier grito. El aire en la tienda parece volverse más espeso.

—Pero ella rompió su palabra —continúa—. Se fue de casa con Vainilla.

No sé qué responder. Por dentro, todo lo que me mantenía erguido se tambalea. Sin darme cuenta, me apoyo en el mostrador. Siento que podría caerme, como si de pronto mis piernas no supieran si deben seguir sosteniéndome o rendirse de una vez.

Me quedo allí, inclinado sobre el mostrador, tratando de sostenerme de algo que no soy yo. Las palabras de Sebastián giran en mi cabeza, una y otra vez, sin pausas. Solo... cuchillas. Siento que todo se me deshace entre los dedos, como si intentara retener humo.

—¿Sabes a dónde fue? —pregunto con la voz quebrada, mirando mis dedos entrelazados.

—No... pero, conociéndola, debe seguir buscando esos dibujos.

—Es mi culpa —digo, apretando mis manos—. No debí permitir que se quedara con ese diario en primer lugar.

Levanto la mirada y lo miro con los ojos endurecidos, no por rabia, sino por algo peor: esa forma de dolor que se transforma en decepción. Decepción hacia mí mismo. En sentir que las palabras que me suele decir el padre de Paulina realmente son ciertas, como tantas veces he pensado lo mismo.




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