Odio tener que escapar de los guardias cada vez. Hasta Vainilla tiene que correr tanto que casi se me pierde por segunda vez y al mismo tiempo que la rosa de mamá. De hecho, un día tuvimos que huir del malecón hasta un parque grande que está cerca de una estación de la metrovía, esos buses que parecen gusanos. Al final, acabamos tan cansados que entramos en el parque para escondernos y descansar.
Y la comida... Mi panza me duele a pesar de que estoy comiendo lo mejor que puedo; pero, siendo sincera, extraño el caldo de pescado, el seco de pollo y el llapingacho que papá solía cocinarme. No digo que la comida de los restaurantes sea mala; de hecho, es deliciosa, pero la sazón de papá es inigualable. También debo evitar lugares concurridos, pues me he dado cuenta de que unos policías están buscándome; además, en las noticias he visto que aparece una foto mía con la frase «desaparecida» y un número de teléfono debajo.
Me da miedo que me atrapen, sí... pero también siento algo extraño en la panza cuando me veo en la tele, como si fuera famosa. Solo que no quiero ser famosa por eso. Y si me atrapan, no podré terminar la búsqueda de los dibujos de mamá; y ya falta poquito... bueno, no es tan poquito, pero ya casi. Faltan tres: el de la veterinaria, el de la Catedral de Guayaquil y el de la casa de la amiga de mi mamá.
Algunas personas incluso me reconocen, así que tengo que salir rápido de dondequiera que me encuentre. Ni siquiera estoy segura en las panaderías de Guayaquil, pues ya no puedo comprar pan de chocolate y una fundita de leche sin que me digan: «Te conozco», «Te he visto en las noticias», «Llamaré a la policía, no te vayas». A veces solo quiero entrar, comprar mi pancito y sentarme a comer en la vereda como antes… sin que nadie me mire raro. Pero eso ya no se puede.
Por ahora, el único lugar casi seguro es el malecón. Sé dónde esconderme, sé por dónde escabullirme y, para evitar que me reconozcan, compré unos lentes sin aumento y unas gafas en un cincuentazo, una de esas tiendas que venden todo a partir de cincuenta centavos. Con las gafas me siento un poco malvada, aunque en realidad no quiero serlo.
Aquí estoy ahora, escondida cerca del Palacio de Cristal (así lo llaman), sentada en el suelo, comiendo unas galletas de chocolate y Vainilla, unas croquetas que compré en un supermercado. He continuado con la lectura del diario de mamá, pero las fechas no son lo que esperaba. Solo el colegio, su casa, salidas y besos robados con papá; de ahí, mamá no escribió en el diario por casi tres años, ya que la fecha que siguió era del 12 de octubre de 2017. No la leí porque justo en ese momento tuve que salir corriendo de la heladería en la que estaba.
Así que, veamos qué me tiene que contar mi mamá ahora. Abro el diario y busco la página. Justo antes de empezar la lectura, veo que una de las hojas está pegada a otra. Al separarlas con dificultad, descubro un nuevo dibujo de mamá. No es como los que estoy buscando; más bien, es un dibujo sobre ella, aunque no es exactamente ella.
Es una lechuza con birrete y un libro en una de sus alas. Detrás, hay una pizarra con sumas, como las que me enseñan en la escuela. Frente a ella, hay muchos animales: un patito, una araña, un pez en una pecera, un lorito y una galleta prestando atención... ¿Una galleta? Supongo que las galletas también pueden estudiar, aunque yo me las como.
Debajo del dibujo, hay una frase que dice: “Ya falta poco... Seré como una lechuza o tal vez como alguien inteligente”.
Sonrío al ver el dibujo de mamá. Me imagino que debió ser divertido dibujar mientras mi papá la observaba, preguntándose, al igual que yo, por qué una galleta estaba estudiando.
Vuelvo a voltear la página y, con un suspiro, empiezo a leer.
12 de octubre de 2017
Hoy, por fin, lo decidí. Después de tantas vueltas, enredos, miedos, ideas, dudas y más dudas... hoy lo tengo claro: quiero ser profesora. No por falta de opciones, sino porque me enamoré de la idea de enseñar. Me gusta ver cómo los niños aprenden, cómo se sorprenden con cosas simples, cómo hacen preguntas raras que me obligan a pensar de otra forma. Me parece lindo y divertido.
No quiero ser una maestra estricta y anticuada que repite lo mismo que otros ya dijeron. Quiero ser una guía, una compañera de camino. Quiero enseñarles no solo a sumar o a escribir bonito, sino a entenderse a sí mismos, a confiar en ellos, a no tener miedo de equivocarse.
Daniel me apoya; llevamos dos años juntos y, a veces, todavía no entiendo cómo aguanta mis enredos, mis cambios de humor y mis lágrimas tontas. Y me dice que sí, que vaya, que lo intente. Que si me gusta, entonces es lo correcto.
En cambio, papá... él no está feliz, para variar. Dice que cómo una hija suya va a estar ganando miseria en una escuela. Que eso no es una carrera, que eso es un pasatiempo. Que debería pensar en algo realmente serio; como si educar no fuera algo importante.
A veces creo que a papá no le interesa lo que me hace feliz, sino lo que él considera que le da “estatus”. Es frustrante, pero no quiero volver a pelear con él. Al final, él es quien se amarga.
Hoy también pensé mucho en mi hermana, Cristina. Me dan ganas de abrazarla y también putearla hasta quedarme afónica. La muy idiota se fue sin despedirse. Ojalá la vida no haya sido dura con ella; espero que esté bien.
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Editado: 14.09.2025