Solo una vez he estado en un hospital, y el ambiente es bastante triste. Fue el año pasado cuando papá me llevó porque me había enfermado. Me dolía mucho la panza; solo vomitaba y estaba más caliente que una estufa. Ni siquiera podía tomar agua: al segundo ya estaba corriendo al baño. Me quedé en el hospital por unos días, sin jugar, sin ver a Vainilla, sin estar con el señor Avestruz o la señora Tortuga. Fue muy feo y aburrido.
Ahora que estoy aquí afuera de la veterinaria, luego de pasar por unos autos estacionados, no puedo evitar comparar, y puedo decir que el ambiente es más divertido. Desde los ladridos de los perros hasta los «cuac, cuac» de los patos que se escuchan dentro. Me pregunto si estarán diciendo que se quieren ir o si están expresando su sensación de traición.
Apenas cruzamos la puerta de vidrio, un guardia con un chaleco azul y una gorra con orejas de gato se nos acerca con una sonrisa ligera.
—Buenos días, ¿vienen por chequeo, exámenes, esterilización? —pregunta.
Yo abro la boca rápido para decir la verdad:
—Venimos a buscar un dibu...
—¡Venimos a un chequeo de rutina para nuestro perrito! —interrumpe Mayra con una sonrisa grandota y falsa que parece la sonrisa de alguien que ha hecho una travesura.
El guardia entrecierra los ojos, sospechando un poco, pero luego mira a Vainilla, que está sentado con la lengua afuera, moviendo la cola como si no supiera de qué lo están acusando. Eso parece convencerlo.
—Bien, saquen un turno y tomen asiento —dice, señalando una máquina brillante con pantalla táctil.
Nos acercamos a la máquina. Tiene dibujitos de perros y gatos en la pantalla. Mayra me levanta en peso y me deja a mí tomar el turno. Coloco mi dedo donde dice chequeo médico. Toco con cuidado y, después de unos segundos, la máquina emite un ruidito y escupe un papelito con un número.
—Turno 27 —leo en voz alta.
Después buscamos un par de sillas libres en la sala de espera. Es bastante grande, más de lo que me imaginaba. Las paredes están pintadas de colores pastel, hay dibujos de animales hechos por niños pegados por todos lados y una tele grande que pasa videos de consejos para cuidar mascotas.
Me siento y coloco a Vainilla a mi lado. Él se sienta también, con la lengua afuera, respirando rápido pero feliz. Su colita hace «tap, tap, tap» contra el suelo sin parar. Me da la impresión de que le gusta estar aquí, tal vez recordando algo bonito de cuando mamá lo adoptó.
—No debes decir que venimos por un dibujo, no lo creería —Mayra me mira mientras acomoda su mochila en sus piernas.
—Pero siempre lo he dicho...
—Pero no siempre funciona —responde Mayra, sacando su celular y viendo la hora—. Ahora solo debemos esperar.
Miro alrededor mientras esperamos. Hay de todo: una enfermera que camina rápido con un gatito en una cesta envuelta en toalla, un médico saliendo de un consultorio, otro médico acariciando a un perrito que lleva rueditas en las patas de atrás, y una señora con un loro en su hombro que repite a cada rato: «galleta». De uno de los pasillos sale un niño con una tortuga grandota con un vendaje en una de las patas. La tortuga tiene la cabeza escondida y un señor lo sigue con un teléfono en mano, con una mirada seria, pero al igual que la de papá cuando suele estar en silencio, también es serena.
Sin embargo, lo que me llama la atención es que todos los médicos y enfermeros llevan gorros con orejas de perro, gato e incluso gorros con patitos y gallinas. Tal vez todos se visten así. Pero les da una apariencia divertida. En otro rincón, cerca de la entrada, una pareja entra empujando dos cajas transparentes con ruedas; en una hay unos conejitos dormidos y en la otra un perro salchicha envuelto en una cobija azul, abrazado a un peluche.
Algunos animales están asustados. Los gatos en sus cajas maúllan de fastidio. Hay un perro con cara arrugada que tiembla como gelatina, escondido entre las piernas de su dueño. Sin embargo, también hay otros que parecen indiferentes. Un gato blanco y gordo duerme encima del regazo de una señora que lee una revista, y una perrita se sube al asiento como si fuese la reina del lugar.
A lo lejos está la farmacia, en una esquina con un mostrador de vidrio. Veo a la gente haciendo fila con recetas en la mano. Algunos animales esperan tirados en el suelo, medio dormidos. Un señor sostiene una caja con un hámster dentro, mientras la señora que lo acompaña compra algún medicamento.
—¿Crees que realmente el dibujo de tu madre está aquí? —pregunta Mayra, sin despegar la vista de su teléfono y de la pantalla donde aparecen los turnos.
—Bueno... así decía en el diario, pero puedo verificarlo para salir de la duda.
—Me parece bien.
De repente, un fuerte aleteo interrumpe la calma y la conversación. Todos, incluso Mayra y yo, miramos hacia dónde viene el ruido. Un pato blanco con patas naranjas, igual a Plumas, alza vuelo desde una jaula abierta y empieza a dar vueltas por toda la sala de espera. Las personas gritan, pero no con miedo, sino más bien de sorpresa. El pato vuela muy enojado, soltando muchos «cuac, cuac» por el aire.
—¡Impermeable! —grita la dueña, tratando de atraparlo—. ¡Baja ya!
El pato ignora a todos y aterriza encima del dispensador de agua. Mira hacia abajo un momento y vuelve a volar hasta que toca tierra cerca de la puerta. La dueña se acerca y, antes de que se escape de nuevo, lo agarra y lo mete en la jaula.
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Editado: 14.09.2025