Luego de enfrentar a Arthur, todo se ha vuelto más tranquilo. Una calma extraña, como esa que llega después de una tormenta.
Trabajo un poco más cada día en la tienda; no tanto por obligación, sino para no caer de nuevo en el vacío. Atiendo clientes, hago encargos, llevo la contabilidad y me ocupo de todo lo que me mantenga en pie. Y también sigo buscando a mi pequeña. No dejo de hacerlo. Estoy pendiente de todo: desde las llamadas de broma hasta las de personas que han visto a una niña que cumple con la descripción de mi Lexie.
Lo de Arthur fue necesario. La espina la tenía clavada desde hacía años. Le dio la espalda a Paulina y me miraba como si ella hubiese hecho una mala elección. Fue por justicia, no por venganza. Fue por Paulina, por mí y por mi hija. Aunque no pidió perdón, su cara lo dijo todo.
Ahora solo intento no descuidarme. Me esfuerzo por comer bien, por dormir lo suficiente… aunque eso último es más difícil. No puedo darme el lujo de caer de nuevo. Porque cuando ella vuelva, yo estaré aquí. Con los brazos abiertos. Con su cuarto limpio y el señor Avestruz esperándola en su almohada.
Los vecinos de vez en cuando me preguntan si está todo bien, si necesito ayuda; a veces se ofrecen a cuidar mi casa cuando no estoy. Sebastián y Ana también me ayudan, me dan noticias, cuidan la casa y colaboran en la tienda.
Ahora abro la tienda a las seis de la mañana, mucho más temprano que antes. Limpio el polvo del mostrador, acomodo los productos, saco el cartel de promociones afuera y enciendo el viejo ventilador, que gira como si se quejara con cada vuelta. Así pasan las horas entre monedas, ropa, calzado, saludos y silencios. En momentos, recorro la tienda acomodando por enésima vez lo que ya está en su sitio. O también me pongo a jugar en el navegador de la computadora que tengo en la caja. Por lo general, suelo tener pocas ventas; otras veces, me llueve la clientela, haciéndome correr de un lado a otro.
A las cinco de la tarde, cierro la tienda y me voy a casa en el auto. El camino a casa es tranquilo; ni siquiera la bulla de los otros autos perturba esta tranquilidad. Enciendo las luces del auto cuando el cielo está casi oscurecido. Tomo la Avenida Francisco de Orellana, mirando al frente, aunque de vez en cuando observo a mi derecha o atrás por el retrovisor, quizás esperando ver un rostro familiar o solo a mí mismo diciéndome que no me rinda.
Subo el volumen de la música de la radio. La emisora que solía escuchar —la misma que Pau decía que tenía música rara— parece que me habla, que susurra cosas. Doblo en una esquina y me dirijo primero a un restaurante. No sé si comer allí o pedir para llevar. Cuando llego, me decido por llevar, tomo asiento y pido lo más sencillo: arroz con menestra y chuleta.
Durante la espera, observo a una pareja joven, de unos veinte años, conversando y riendo con gran alegría. Bajo la mirada, y mi mente de nuevo me lleva a otro recuerdo... uno difícil, pero divertido hasta cierto punto.
* * *
Era de tarde y las tres primeras horas de clases ya habían terminado. Estudiar por la tarde era peor que por la mañana. Cuando asistía a la jornada matutina, en un pestañeo ya era mediodía; sin embargo, por la tarde, el tiempo se deslizaba con tal lentitud que daba la sensación de estar en una dimensión distinta.
Ya habían pasado dos años desde que inicié mi noviazgo con Paulina. Era como estar en una montaña rusa o nadar contracorriente. Pero el estrés de los deberes, las futuras prácticas y los exámenes nos distanció más que nunca. Apenas intercambiábamos un «hola» cuando nos veíamos en el colegio o por chat.
Ni siquiera hubo peleas, solo reclamos suaves y distancia. Ni las bromas que solíamos hacernos o esos silencios que decían más que todo un discurso preparado. Mi madre me decía que fuera paciente, que ella comprendía bien, pero algo dentro de mí me decía que no podía, o, mejor dicho, no quería perderla.
Durante el receso, me quedé sentado conversando con Daniel sobre nuestros planes a futuro, videojuegos, si la presidenta del consejo estudiantil estaba guapa, si la profesora de matemáticas —a quien llamábamos la mona— ya se iba a jubilar, si el partido de mañana iba a estar bueno. Nuestras mismas tarugadas de siempre. A veces veía a Paulina pasar con Sofía y ni nos mirábamos.
Ambos entramos al salón minutos antes de que acabara el receso. Todo estaba calmado, pero la rutina cambió cuando afuera se escuchó una pelea, acompañada de silbidos y gritos. No sabía quiénes se estaban matando a golpes y no me interesaba mucho, pero se escuchaba que eran dos mujeres. Fue Sebastián quien se comió toda esa película.
Paulina no entró al curso como solía hacerlo; extraño, pero no inusual. La noticia vino luego de la cuarta hora de clases: el profesor de Estudios Sociales había faltado, pero nos dejó un trabajo en solitario a cargo del inspector general. Nos dieron unos minutos libres luego de acabar la actividad asignada y, apenas terminé mi trabajo, Sebastián se acercó a mi banca con el celular en la mano y una sonrisa de oreja a oreja.
—De lo que te perdiste, oe —dijo con una alegría que no sabía si era cínica o auténtica.
—¿Qué pasó? ¿Las de al lado volvieron a caerse a golpes por el tarado de turno?
Él se rió con energía.
—Digamos que el tarado por el que se pelearon eres tú —hizo una pausa y puso su teléfono en mi mesa, aún apagado—. Paulina revolcó en el suelo a la presidenta del curso de al lado... la que dicen que anda el profesor de Lengua y Literatura; le sacó la madre a puño limpio.
#1195 en Otros
#17 en No ficción
dibujos, diario personal, aventura humor amistad viajes drama
Editado: 14.09.2025