Me pregunto por qué los pétalos de la rosa no volvieron a abrirse cuando encontré el dibujo. Más bien, parecía que se cerraban, como si dijeran: «Ya encontraste lo que buscabas, ahora déjame dormir un ratito». Supongo que hay cosas que no entiendo sobre la rosa de mamá, ni su brillo ni por qué se calienta como una taza de chocolate cuando estoy cerca de otro dibujo. Creo que hay cosas así de raras que no se pueden entender del todo.
He tenido que escapar otra vez de la gente que me reconoce en la calle; ni las gafas me funcionan ya. Así que se me ocurrió comprar una mascarilla para cubrirme la cara. Vainilla también tiene una, pero se ve tan chistoso cuando se la pongo que mejor la guarda en mi mochila. A él no le gusta y se la quita cada rato porque mueve mucho el hocico.
Tampoco he vuelto a ver a mi padrino ni a la tía Ana. Seguro que me están buscando como locos.
Ah, y lo de las vitaminas de Vainilla… ¡Qué problema! No le gustan nada. Tuve que comprar una botellita de agua y usar un vasito de plástico que me regaló un señor muy buena gente. Le puse las gotitas ahí y traté de que las tomara todas, pero Vainilla hacía caras que parecían que estuviera bebiendo limón con sal. Pensé que estaba exagerando, así que, por si acaso, probé un poco y, bueno... creo que no debí hacerlo.
Ahora, Vainilla y yo vamos en busca del siguiente dibujo. El problema es que mamá solo escribió: «Centro Comercial San Marino». A veces pienso que mamá se olvidaba de ser un poco más detallada al anotar las direcciones. Estoy segura de que conocía la ciudad tan bien que no le parecía necesario especificar los lugares con tanto cuidado. Cuando reviso la dirección en el cuaderno donde he anotado todo lo importante, me doy cuenta de que debo regresar al centro comercial San Marino y comenzar desde allí. «¿Y ahora cómo llego desde aquí hasta allá?» me pregunto en mi cabeza mientras camino por la vereda con Vainilla a mi lado.
Caminamos y nos alejamos del malecón mientras disfruto de un paquete de chifles que compré a un vendedor. Avanzamos por la calle 9 de Octubre. A nuestro alrededor, hay muchas personas caminando apresuradas, vendedores de gafas y relojes, un hombre que vende maduro con queso en un carrito y una chica que reparte volantes de un restaurante de parrilladas. Decido tomar asiento un momento y termino mi fundita de chifles. A Vainilla le doy lo que queda de sus croquetas; ambos comemos despacio. Vainilla mueve la colita muy feliz. Me lo quedo viendo un momento, pensando cómo colocarle la medallita que me dio la señora en el albergue; además, no sé si seguir llamándolo Vainilla o empezar a referirme a él como teniente Cookie.
Después de comer y descansar un momento en la banca, me seco el sudor de la frente con la manga de mi camiseta. El sol sigue bien alto, aunque quema un poquito. Vainilla se estira en silencio, luego de terminar de comer sus croquetas y beber un poco de agua fresca en el vasito donde le doy sus vitaminas.
—Creo que ya es hora de preguntar —le digo en voz bajita mientras lo miro—. No vamos a llegar si solo damos vueltas.
Tomo la correa de Vainilla y me levanto para continuar con nuestro camino, observando a quién podría pedirle ayuda. Paso junto a un señor que vende audífonos y cargadores para celular a un dólar. Luego veo a una señora que va de la mano con un niño más pequeño que yo, que lleva un globo con carita feliz. Me he acostumbrado a estar sola y ya no cometo el error de preguntar en lugares apartados a personas que no inspiran confianza.
La caminata continúa un poco más rápido hasta que llego a una esquina por donde pasan unos taxis. Cerca hay un señor bastante joven, con camiseta blanca, mochila y audífonos, que espera a que cambie la luz del semáforo. Me acerco despacio a preguntarle.
—Disculpe... señor... —le digo con voz suave.
Él se voltea y se quita un audífono. Tiene cara amable y chistosa.
—¿Sí? ¿En qué te ayudo, mocosa? —dice con una sonrisa.
—¿Cómo puedo llegar al centro comercial San Marino? Estoy caminando y no sé por dónde ir.
El chico mira a los lados, como ubicándose, y señala hacia adelante.
—Debes caminar hasta la intersección entre Rumichaca y 9 de Octubre... si no la ubicas, es la calle donde verás muchos buses. Debes fijarte en el letrero que tienen en la ventanilla; debe decir San Marino. Luego, le dices al chofer o al que recoge el pasaje que te avise cuando ya estén cerca.
—No sé cuál es...
—Solo sigue esta calle y verás la esquina. No te puedes perder.
—Gracias —digo asintiendo.
Cuando el semáforo cambia, el joven se aleja en mi misma dirección, hasta perderse entre la multitud que viene y va. Camino con Vainilla, siguiendo las indicaciones del chico. «Rumichaca. Rumichaca». Repito el nombre varias veces en mi cabeza para no olvidarlo. Es un nombre extraño, parece palabra de trabalenguas. Vainilla camina junto a mí, y me imagino que él también lo repite en su mente, pero con voz de perro viejito: «Rumichaca chaca chaca». Creo que es más fácil recordarlo como la calle de los buses.
La caminata hacia la calle es ahora más rápida. Llegamos incluso a la iglesia donde está la estatua del señor que las palomas llenan de popó, cerca del mismo lugar donde compré las dos empanadas de queso y donde la chica que me atendió me indicó cómo llegar al faro del Cerro Santa Ana. No presto atención a lo demás; solo continuamos con nuestro avance.
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Editado: 14.09.2025