La casa de la tía Sofía es bastante grande; tiene una sala enorme y unos loritos verdes, grandecitos como mascotas, que a cada rato gritan: «¡Llegó visita!». El sofá es de color azul, aunque parece negro cuando le da la sombra. En las paredes cuelgan pinturas, algunas raras y otras feas e incómodas, como si alguien hubiera tenido un mal día y lo hubiese dibujado todo con rabia. Hay una que tiene un círculo negro en el centro y rayas rojas alrededor, parecidas a llamas. Me da miedo mirarla por mucho tiempo, así que solo la vi una vez, de reojo.
Estoy sentada en una de las sillas del comedor, con la mochila sobre la mesa, Vainilla a mi lado y la caja con Huellas encima de la mochila. Para no aburrirme, empiezo a observar algunos adornos extraños que hay en la sala. Desde una serpiente que tiene patas hasta un señor gordito que se está riendo.
Vainilla, por su parte, se acomoda en el suelo y se acuesta boca arriba, mostrando su pancita. Unos minutos después, la tía Sofía aparece con una bandejita que contiene unos sándwiches y jugo de sandía. Los coloca en la mesa del sofá y me invita a sentarme. Dejo el comedor y tomo asiento en el sofá, llevando conmigo mi mochila y a mi patito.
—¿Cómo encontraste mi dirección? —pregunta la tía Sofía, mirándome con una sonrisa.
—Estaba escrito en el diario de mi mamá... pero fue difícil llegar —respondo, mientras muerdo mi sándwich y le doy un pedacito a Vainilla, que me mira con atención.
Abro la caja y le ofrezco a Huellas un pedacito, mientras lo observo mover su colita. Tomo mi vaso con el jugo de sandía y bebo. Está muy dulce y empalagoso, pero muy rico.
—¿Y qué te trae por aquí? Sé que no vienes solo a saludar.
—Estoy buscando los dibujos de mi mamá.
—Los dibujos de Paulina... Sí, ella me hablaba de varios dibujos que había hecho desde que entramos al colegio. Aunque nunca supe de qué eran exactamente.
Sonrío un momento y agarro mi mochila para sacar la carpeta con los dibujos, dejando la botella con la rosa de mamá en la mesita de la sala. La tía Sofía se queda observando en silencio. Luego, abro la carpeta, saco los dibujos uno por uno y se los ofrezco.
—Mira —digo.
La tía Sofía toma las hojas y examina cada uno de los dibujos, desde el del gatito con binoculares hasta el dibujo del puente. Observa con detalle cada trazo, las cejas levemente fruncidas, que parece que trata de recordar algo que está muy al fondo de su memoria. Pasa los dedos con cuidado por encima del papel, como si le doliera tocarlos. Yo no digo nada mientras la miro; solo me acomodo bien en el sofá, acariciando las plumas de Huellas, que está tan callado como yo.
La sala huele a incienso, como a eucalipto con un toque dulce, y en las repisas hay más adornos rarísimos: desde una muñeca con cara de búho hasta un jarrón lleno de piedras de colores que parecen canicas derretidas. En un rincón, una lámpara con forma de árbol se enciende sola de vez en cuando, y también hay fotos familiares por todas partes, la mayoría en blanco y negro, y alguna que otra más reciente, con niños que no conozco.
Los loritos siguen haciendo de las suyas. No están en una jaula, así que se encuentran libres, subidos en la barra de metal que sostiene las cortinas de la sala, repitiendo sin cansarse:
—¡Llegó visita! ¡Llegó visita!
El otro lo imita y luego añade con más fuerza:
—¡Una niña! ¡Una niña!
—¡Silencio, chicos! —dice Sofía sin dejar de mirar los dibujos—. Ya sabemos que hay visita.
Pero los loros no se callan. Se interrumpen entre ellos, como si discutieran. Eso me causa risa, la misma risa que me contengo.
—Paulina siempre ha sido rara con sus dibujos —dice con una sonrisa nostálgica mientras sostiene las hojas—. Bueno, era muy rara en todo... pero una amiga única.
—¿Es cierto que mamá podía ver lo que otras personas no? —pregunto con curiosidad.
Mientras mastico despacio, escucho a la tía Sofía sin interrumpir. Su voz es suave, pero tiene un tono como cuando uno recuerda algo que le duele bonito. El sándwich que queda en la bandeja está medio aplastado. El queso amarillo y el pedazo de jamón que estoy comiendo se estiran cuando lo muerdo. El pan es suave, como una almohadita.
—Paulina sabía cuándo estabas bien o mal, aunque finjas que todo iba correcto —dice mientras sigue mirando los dibujos uno por uno, con una media sonrisa en los labios—. Era de esas personas que se quedaban calladas, pero que ya entendían todo sin que uno diga nada. A veces me daba miedo... porque parecía que podía leerme la mente. Pero también era bonito, porque nunca te juzgaba. Solo te abrazaba, o se quedaba contigo sin decir palabra.
La tía Sofía deja los dibujos en la mesa, acomodándolos con cuidado. Suspira y luego me mira.
—Ella era alguien en quien podías confiar cosas que no se decían fácilmente y siempre te salía con alguna frase tonta que te ayudaba mucho.
—Pero ella no escribía sobre eso en su diario.
—Tu mamá no escribía todo en su diario; había cosas que quería olvidar y cosas que no quería plasmar. Una vez, tuve una pelea muy fuerte con mi mamá solo por un piercing, terminé yéndome de casa por varios días y Paulina, sin que se lo dijera, mencionó lo que había pasado; me acogió, me ayudó y me aconsejó. Pero ella nunca lo escribió.
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Editado: 14.09.2025