La rosa que no florecía

Daniel VI

No quiero decir lo que sentí cuando enterré a mi hija, pues solo recordarlo me destruye en pequeños pedazos. Cada instante de ese día regresa como un golpe seco, un viento helado que me atraviesa el pecho. No hay palabras que puedan expresar todo lo que ha pasado desde que recibí la noticia.

Según lo que me dijeron mientras hacía todos los trámites, mi hija estaba con una señora que vendía caramelos, tal vez una indigente, no lo sé. Ambas fueron atropelladas, y mi pequeña se llevó la peor parte. De Vainilla no se sabe nada; tal vez huyó o se lo llevaron luego del accidente. De hecho, ya ni me importa qué pasó con el perro.

Mis padres y los padres de Paulina están totalmente devastados, creo que más que yo. El día que la enterré, no faltaron los familiares miserables que solo valen para hablar, mas no para apoyar, diciendo estupideces como que soy un insensible por no haber llorado, que la dejé sola, que si Paulina hubiese estado viva no habría pasado esto. Pero no se daban cuenta de que ya no podía llorar, que las lágrimas no salían. Terminé siendo nada más que una carcasa vacía, sentado allí viendo el ataúd en completo silencio.

Unos días después, Arthur vino de visita. Llevaba dos paquetes de latas de cerveza. Lo dejé entrar y nos sentamos en el sofá de la sala. Me dio una lata; la tomé sin ganas, más por inercia que por deseo de beber. Dicen que una cerveza ahoga las penas, pero para mí, lo que realmente ahoga es a uno mismo.

—Yo… —dijo, observando su lata como buscando ayuda en el simple aluminio—. Vine a disculparme como se debe... Desde que me restregaste en la cara todo lo que hice en aquella ocasión, me puse a pensar en muchas cosas.

Escuchaba en silencio sus palabras, aun sin probar el sabor amargo de la cerveza.

—No quise ser un imbécil con mi hija, ni contigo… Pero es que solo verte… y ver cómo Paulina se alejaba de lo que esperaba de ella, me recordaba a cuando Cristina se fue, sin despedirse —Arthur bebió un poco y aclaró su garganta—. Creo que, si lo pienso un momento, todo sería distinto si no hubiese sido un grandísimo estúpido.

—Ya lo hiciste… no puedes cambiar nada; como lo que yo hice con mi hija —respondí despacio, alzando la lata de cerveza—. Al final no fui un padre como tal. A veces creo que solo me hice cargo de ella por miedo o por mera conveniencia.

—Tampoco digas eso…

—¡Mírame!... ¡¿Qué clase de padre deja sola a su hija?! ¡¿Qué clase de hombre le esconde cosas a su hija para que, después, ella huya de casa a buscar respuestas a preguntas que le fueron ocultadas?! Lo poco que le hablé sobre Pau… fueron cosas superficiales.

Arthur se levantó y miró un momento una foto de Paulina, en la que sostenía en brazos a Alexandra cuando tenía apenas cuatro meses de nacida. Su silencio lo dijo todo. Se dio la vuelta y volvió a tomar asiento para beber de nuevo. Yo continué bebiendo. Una. Dos. Tres latas del tirón.

—Pues yo dejé sola a mi hija... —volvió a decir—. Lo sabes mejor que nadie.

—Perdí a mi pequeña —añadí, terminándome la primera lata de cerveza—. Si eso no es ser un imbécil —tomé otra lata y la abrí; antes de beber, suspiré un poco—. No sé qué sería.

Arthur terminó su cerveza y me observó, tal vez con lástima o apoyo; ya me daba igual.

—No olvides que yo también perdí a una hija... Sé lo que se siente perder a alguien que era más importante que tu propia vida —se recostó mientras su voz se quebraba lentamente—. Sé lo que siente tener ese vacío, un vacío que nunca se llenará.

—El saber que no volveré a ver a mi pequeña... —contesté, totalmente dominado por el dolor—. Que no podré abrazarla, verla dormir, desayunar con ella... es el infierno. Tal vez es el castigo que me merezco por no ser el padre que debí ser en ausencia de Paulina.

Volteé la cabeza hacia la entrada y allí vi sus zapatos rosas arrimados cerca de la puerta. Solo quiero verla entrar por esa puerta y correr hacia mí hasta abalanzarse a mis brazos.

—Hiciste lo que pudiste, Daniel... eso es algo, otra persona la habría abandonado —dijo Arthur, limpiándose los ojos.

—Pues viendo cómo acabó todo... hubiese sido mejor haberlo hecho; al menos estaría viva y...

El golpe que recibí en ese momento fue tan fuerte que acabé con la nariz y la boca cubiertas de sangre. Levanté la mirada y Arthur me tomó de la camisa con un poco de agresividad, acorralándome contra una de las paredes. Tal vez fueron las cervezas que ya me estaban afectando o simplemente mi resignación a seguir, porque no hice nada por defenderme o, al menos, apartar su mano.

Pero sé que tengo razón, o al menos una parte de mí... Si la hubiese dejado con otra familia o en una casa de acogida, ella estaría bien; viviría muy bien y no habría acabado así, en un ataúd. Otro golpe, esta vez una cachetada, dejó mi rostro doliendo el doble que el golpe anterior.

—No soy el más indicado para aconsejar... pero no vuelvas a decir esa mierda —dijo Arthur, apretando los dientes con tanta fuerza que parecía que se quebrarían—. Puede que, según tú, no hayas sido un buen padre... y, siendo realista, nadie lo llega a ser; eso lo entendí tarde y gracias a ti.

—Pero...

—Pero nada... Llora el tiempo que necesites, pero no quiero escucharte decir esa idiotez nunca más. ¡¿Me has entendido?! —Arthur presionó más mi camisa y me arrojó al sofá—. Estás haciendo lo mismo que yo hice: deshonrar a Paulina, y ahora estás deshonrando a mi nieta.




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