El viaje hacia el camposanto Parque de la Paz es muy largo y refugiarme en este parque doble se siente raro. No es un sitio seguro como tal, y esconderme en el rinconcito del puente que une los dos parques no es buena idea, ya que no me mantiene lo suficientemente oculta.
Sin embargo, el trayecto hasta aquí es mi primer punto de descanso antes del cementerio, y puedo decir que ha sido divertido.
Primero pregunté a varias personas al salir del Parque Seminario cómo llegar, pero todas me decían que estaba lejos, que no sabían qué transporte tomar o simplemente se reían de mí. A veces, Vainilla les gruñía y yo debía sujetar con fuerza la correa para evitar que se abalanzara.
Sin saber cómo llegar, decidí caminar desde el Parque Seminario hasta mi destino. Compré algo de comida en un supermercado en la 9 de Octubre: Vainilla me esperó afuera, junto a Huellas, mi mochila y la rosa de mamá. Para ser la primera vez que iba sola a un supermercado, no fue difícil; incluso me resultó divertido. Recorrí los estantes agarrando galletitas, dulces, papitas, croquetas para mi perro y unas cuantas frutas para Huellas, que le daría junto con el resto de las compras.
La persona que me atendió no me dijo nada, pero noté que parecía enojado. Supuse que estaba cansado de tantas personas comprando o, quizás, aburrido por atender a tanta gente. Creo que, si fuera yo, me divertiría al ver caras nuevas; tal vez hasta conversaría con ellos sobre muchas cosas.
En fin, cuando regresé, Vainilla seguía sentado exactamente en el mismo lugar donde lo había dejado, cuidando mis cosas. Guardé lo que pude dentro de mi mochila, procurando no ensuciar el diario ni los dibujos. Lo que no entró, lo llevé en mis manos.
Ambos seguimos nuestro camino. Mi mochila estaba más pesada. Vainilla caminaba a mi lado, sereno como siempre, aunque de vez en cuando alzaba el hocico y olfateaba el aire con curiosidad. La gente pasaba muy rápido a nuestro lado, cada uno en sus propias cosas. Algunos nos miraban; otros ni siquiera nos veían.
No nos detuvimos a mirar las tiendas que ya conocíamos, pues avanzamos hasta el Parque Centenario, pero no entramos. Nos dirigimos a la derecha, por una calle que se llama Lorenzo de Garaycoa. Era una zona nueva. Observamos a nuestro alrededor. Había una tienda llamada «Avisan», donde vendían repuestos automotrices. Me imagino que vendían cosas para convertir autos normales en esos autos raros de carreras que parecen avioncitos, como los que mi papá solía ver cuando estaba aburrido. Más adelante estaba el parqueadero con un cartel que decía: «Solo para clientes».
Junto a un edificio con letras grandes que decía «Equipos Industriales» —no sé qué es eso— eran las únicas cosas interesantes de la calle. Seguimos avanzando hasta llegar a un árbol grandote y, como no sabía hacia dónde ir, giré a la izquierda por otra calle llamada Padre Solano.
Allí había otra tienda, esta vez de pintura para autos, con algunas personas comprando o esperando. Me gustaría pintar el auto de papá con dibujitos de tortuguitas o pingüinos. Estoy segura de que a mi papá le gustará o tal vez se enoje; no lo sé. A la derecha de la calle, había una pared pintada con un dibujo de una chica con orejas de gato y unas letras verdes que no puedo entender. Seguí avanzando, cruzando la calle, mirando a todos lados, hasta que pasamos por más tiendas y edificios hasta llegar a la calle Quito.
Cruzamos y llegamos al parque doble. Huellas, desde el interior de su cangurera, cuacneaba, como queriendo decirme que quería salir. Cuando entramos, no había ninguna persona, pero había una silla de plástico donde se suponía que debía haber un guardia. Tal vez se aburrió de estar sentado y se fue a caminar por ahí.
Ahora estoy aquí, como dije al principio, pensando qué hacer. Leer el diario no tendría sentido, porque ya no hay más que descubrir. El resto de las páginas están vacías o arrancadas. Me quedo pensando en mamá, en sus días, en todo lo que pasó, en cómo conoció a Vainilla; hasta ahora no sé si llamarlo Vainilla o usar su nombre original. La curiosidad me invade cuando me pregunto qué cosas vivió mamá que no escribió en su diario. Debieron ser divertidas o, tal vez, muy tristes, o simplemente tan aburridas que no merecían ser escritas.
Vainilla corre en círculos alrededor de donde estoy sentada. De vez en cuando, se detiene a olfatear y luego sigue correteando. Huellas, a quien saqué de la cangurera para que estire sus patitas, explora el parque más despacio. A veces agita sus alitas tratando de volar. Logra elevarse un poco, aleteando con todas sus fuerzas, pero luego cae al suelo, quedando de cabeza con las patitas en el aire. Me levanto para ponerlo en su sitio. Me da un poco de risa, no voy a mentir.
Me parece muy raro que exista un animal que pueda estar en tierra, agua y aire, a pesar de que ya lo he visto muchas veces. Y si lo pienso bien, a cualquiera le gustaría ser como uno, o al menos poder volar para ir al trabajo o a la escuela, porque lo de caminar como un borracho o no mojarse con el agua, nadie lo escogería.
El parque también es raro. El otro lado está igual de vacío. El puente que une los dos lados, aunque no hay agua debajo, tiene forma espiral al inicio y luego un camino largo que lleva a la otra espiral hasta el otro parque. A lo lejos, escucho el ruido de los autos en la calle Quito y afuera algunos estudiantes salen de clases.
No sé qué hora es, pero por cómo se siente el ambiente, creo que son alrededor de las tres, así que pronto comenzará a oscurecer. No me doy cuenta de nada más hasta que una voz me habla.
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Editado: 14.09.2025