La rosa que no florecía

Siete años después...

El timbre de la casa suena con bastante fuerza. Yo estoy ocupada arreglando mi habitación, sacando mis juguetes viejos y otras cosas. Afuera escucho la voz de mi papá:

—Alexandra, se me quedaron las llaves. Abre, por favor.

—Ya voy, ya voy —respondo con un tono de cansancio.

Abro la puerta despacio y mi papá entra cargando unas bolsas de compras, seguido de Cookie II. No es como Vainilla, pero muerde con más fuerza y es más inquieto que él. La casa no ha cambiado mucho; de hecho, las cosas siguen en el mismo lugar que hace siete años.

—Una ayudita no viene mal.

—Yo te dije que quería ir contigo y me lo negaste —le digo con una sonrisa cínica—. Ahora te las aguantas, papá —tomo dos fundas de compras y le doy un beso en la mejilla.

Dejo las fundas en el mesón y miro un momento hacia la sala.

El diario de mi mamá lo guardé en mi armario y los dibujos los hice enmarcar. Tuve que ahorrar de nuevo para que mi papá me acompañara a hacer ese trabajo. Ahora están en la sala, cerca de la puerta principal. Es una bonita forma de que mi mamá nos dé la bienvenida cada vez que regresamos de un viaje, del trabajo o del colegio. Mis abuelos paternos fallecieron hace poco, así que solo me quedan el abuelo Arthur y la abuela Rosa. La relación entre mi papá y el abuelo es distinta a lo que era hace años; aunque no se tratan como familia cercana, hay un silencio entre ambos que dice absolutamente todo.

Mi padrino Sebastián salió del país para irse a Países Bajos de luna de miel con su esposa, que de hecho es bastante bonita. La tía Sofía sigue con su vida normal y, de vez en cuando, viene de visita. Huellas sigue graznando como siempre y recorriendo la casa paso a paso. Me pregunto por qué se me ocurrió decir «cuacnear»; admito que era un poco tonta de niña. Cuacnear. Carajo, ya parece una palabra dicha por algún loco.

La escuela ha sido una etapa rara; nadie se enteró de lo que hice en vacaciones, y eso que salí en las noticias. Además, cuando me enteré de que la niña a la que le regalé mi suéter murió en un accidente, sentí un nudo en el estómago, algo así como un pinchazo, especialmente cuando mi papá pensó que era yo.

Sin embargo, esta etapa actual es la más complicada de todas. El colegio no es como lo imaginaba, pero al menos me divierto. Tengo mi pandilla, que está igual de tarados que yo: seis relajosos casi anarquistas que ponen el colegio de cabeza. Bueno, he de decir que mi papá ha mencionado que saqué algunas cosas de mi mamá, como ese cinismo y desafío a la autoridad incompetente; sí, incompetente, aunque la mayoría son estrictos pero excelentes docentes, hay unos profesores que son una pandilla de tarados. Casi todo lo que sé de sus asignaturas ha sido por ser autodidacta más que por sus “enseñanzas”, aunque, según mi papá, soy el doble de lo que mamá era.

Muchas veces, mi papá ha ido al colegio por temas de conducta, y yo ahí, como si todo el mundo fuera invisible. No olvido cuando le dije “piruja” a una profesora frente a todos, solo porque me arrojó mi carpeta de exposición al suelo; ya extendí el tema con cosas que no estaban en el libro; ni porque le dije que investigué más a profundidad. No me pesó la boca para decirle que es una inútil que solo va por el sueldo, no para educar como se debe. Y es verdad; su asignatura es interesante, pero ella no da la talla.

En fin, esas peleas no son importantes; aunque si por cada pelea o discusión que he tenido me dieran galletas de chocolate, tendría una fábrica completa. Las cenizas de Vainilla están en un altarcito que le hice a mi mamá cuando cumplió nueve años de fallecida. Ver morir a mi perrito fue triste, pero no me puse a llorar; supongo que estar en presencia de la muerte tal vez me hizo un poquito insensible.

La rutina es casi repetitiva. Ir a clases, romperle la boca a algún idiota, regresar a casa, hacer deberes y luego estar de floja. Bueno, no tan floja, porque trabajo como niñera de los dos hijos de los vecinos que viven frente a mi casa. Chicos traviesos, cuyos padres me dieron permiso para darles un cocacho si se pasan de la raya. Por suerte, no lo han hecho, pero sí son un arma de destrucción masiva. Me pagan sesenta dólares a la semana. Y mi papá no lo sabe, pero le pediré que me acompañe a comprar y en secreto compraré unas minifaldas re lindas que vi hace varias semanas; porque si se lo pido directamente, me dirá que no de buenas a primeras.

¿Pero por dónde iba? Ah, sí, por la rutina y todo lo demás. Mi papá también tiene sus días pesados; incluso, tal como dijo mi mamá aquella vez en el cementerio, unos inversionistas llegaron a la tienda de mi papá. No sé qué negocios hicieron, pero su tienda ha crecido mucho. De lo pequeña que era, ahora es un poco más grande y lujosa. Además de vender ropa y calzado, también sigue ofreciendo sus figuras de colección; incluso tiene una sala para ropa y cosas más… extremas, por así decirlo, ustedes me entienden, ese tipo de cosas.

Mi papá llega tarde del trabajo, muchas veces en modo zombie o casi perdido. ¿Y saben algo? Desde que vio a mi mamá, sonríe con cierta timidez cada vez que la nombro. Es bastante bonito, si me lo preguntan. A veces me cuenta que se pone incómodo cuando las parejas compran esa ropa prohibida de la que les hablé. Por eso, planea contratar a una chica que se dedique exclusivamente a esa área de la tienda. Yo me ofrecí a ayudarlo, pero él dice que no quiere que su hija se dañe la mente viendo esa mercancía. Si supiera las cosas de las que hablo con mis amigos en privado, envejecería diez años en diez minutos o tal vez menos. Y no soy una chica libertina que le llegará con una sorpresa ingrata a su padre; simplemente me gusta poner todo de cabeza sin sobrepasar el límite.




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