La rosa que no florecía

El último dibujo (Segunda Parte)

—Ya llegamos —dice el señor Roger mientras estaciona el auto frente a las puertas de un cementerio.

—Fue muy rápido —contesto, abriendo la puerta.

Frente a mí, observo la entrada. En el centro hay una cruz blanca muy alta. A un lado, un letrero dice: «Parque de la Paz, camposanto y servicios», y debajo, la hora de apertura y cierre. También hay muchas palmeras altísimas en la vereda antes de la entrada. Tomo aire y giro para mirar al señor Roger con una sonrisa.

—Muchas gracias por traerme, señor —digo con suavidad antes de bajarme con Vainilla y mis cosas.

—Fue un placer —responde, despidiéndose con la mano—. Ten cuidado, pequeña.

Lo último que veo es la camioneta alejándose lentamente por la calle. Tomo la cuerda de Vainilla, que me la entrega con el hocico, y camino hacia el interior del cementerio. No hay nadie en la entrada que me reciba; supongo que el guardia fue al baño.

Es un lugar enorme, mucho más grande que el otro cementerio en el que estuve, y más bonito. A la derecha de la entrada hay algunos autos estacionados: unos vacíos y otros con personas bajando o subiendo despacio, algunos con flores en las manos. A mi izquierda también hay otro estacionamiento, aunque más pequeño, con menos carros. En medio, como si adornara la entrada, se encuentran varias columnas separadas, formando un enorme óvalo, que rodeo sin prisa hasta llegar nuevamente a la entrada.

Dentro del óvalo hay un pequeño parque con dos fuentes de agua y muchos arbustos llenos de flores de hermosos colores. El césped es muy verde, del mismo color que los saltamontes que a veces veo en el patio de mi casa. Al interior se encuentra un caminito que lleva a una tercera fuente, rodeada por bancos.

Vainilla, Huellas; a quien saqué de la cangurera para dejarlo en el suelo, y yo nos acercamos a uno de los bancos para sentarnos.

—Ven, Huellas, para dejarte en la fuente.

Huellas me escucha y me sigue dando un brinquito. Con mi ayuda, lo coloco en la fuente para que nade un poco. Me siento con Vainilla cerca, que no le quita la mirada a Huellas. Ahora solo falta buscar la tumba de mi mamá. Agarro la rosa de mi mochila y me quedo mirándola, esperando a que haga algo.

Observo la rosa un poco concentrada, pero de vez en cuando miro a algunas personas caminar; otras están sentadas en silencio en el césped, y algunas más lloran con la cabeza agachada. Un joven se limpia los ojos con el brazo mientras una señora le sostiene la mano. Más adelante, en dirección a una de las fuentes más grandes, veo a una niña caminando de la mano con su mamá, cargando un ramo de flores envuelto en papel celeste.

Algunas palomas caminan entre los arbustos, picoteando el suelo o moviéndose en varias direcciones, pasando cerca de las fuentes o por el césped. Vainilla se acerca a una que se posa cerca de Huellas, que sigue nadando, y la ahuyenta con la nariz, tal vez protegiendo a mi patito.

—¿Qué hacemos ahora? —me pregunto a mí misma—. Llegamos, pero la rosa no hace nada.

Vainilla se acerca con Huellas y mi perro me muerde suavemente el zapato.

—No sé a dónde ir ahora, muchachos.

Suspiro un momento y me levanto para caminar, cargando la rosa. Pasamos junto a una lápida con flores muy bonitas recién puestas, de donde sale una pequeña abeja que vuela cerca de nosotros antes de irse. Vainilla se detiene a olfatear una rosa blanca. Huellas cuacnea despacito. A lo lejos, una señora se arrodilla frente a una tumba y susurra algo que no alcanzo a escuchar. Un niño se sienta cerca de ella y juega con los cordones de sus zapatos.

Camino un poco más, pasando por una estatua de una mujer rodeada de arbustos con flores. Cerca, veo a una pareja que avanza despacio de la mano con los ojos rojos. Más adelante, hay un hombre con sombrero que deja una flor sobre una lápida y se queda de pie, inmóvil.

Miro la botella otro rato. La rosa sigue ahí, tranquila. Suspiro un momento, preguntándome si hay algo extra que deba buscar o leer, pero realmente no hay más. No quiero admitirlo, pero una sensación de miedo se extiende por mi panza, como si me hubieran dado un golpe suave. Mis ojos se humedecen un poco y me siento en el césped para tomar a Huellas y acariciar sus plumas. Aunque no lloro, me siento igual de triste al no saber cómo continuar. Levanto la mirada y me doy cuenta de que ya no hay nadie. Todo es silencio y mucha, pero mucha calma. Unas solitarias palomas vuelan bajo y se posan sobre una tumba.

Me acuesto un momento en el césped, que pica mucho, y miro al cielo por un instante antes de volver la mirada hacia una pequeña hormiguita que recorre solita el césped. Me limpio los ojos, pero nuevamente se humedecen. Saco el diario de mamá y me quedo mirando la cubierta antes de volver a guardarlo. Me repito una y otra vez que ya he hecho todo: buscar y encontrar los dibujos que ella dejó escondidos, conocer a las pocas personas que estuvieron a su lado; he recorrido Guayaquil y hasta casi me pasan cosas muy malas. ¿Qué es lo que me falta? ¿Qué debo hacer?

En ese momento, Vainilla me saca de mis pensamientos al empezar a ladrar bastante fuerte mientras agita su cola. Me siento y acaricio sus orejas para que se calme; sin embargo, continúa ladrando, cada vez más emocionado. Luego me empuja un poco y, al perder el equilibrio, miro de nuevo la rosa de mi mamá. Esta brilla intensamente, un destello pequeño, igual al que vi la primera vez que iluminó mi habitación.




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