La rosa que no florecía

Rutina, hamburguesas y torta de chocolate

Cuando finalmente salimos del cementerio, el ambiente era extrañamente tranquilo, como si la luz de la rosa hubiera limpiado todo el aire. El abuelo Arthur nos estaba esperando, junto a la abuela, la tía Sofía y mi padrino Sebastián. Vainilla avanzaba despacio, olisqueando el césped, con la cola agitando de lado a lado, tan calmado que hasta los policías cerca de los autos le guardaban la distancia.

Antes de ir a casa, me separaron de mi papá. Me llevaron con una señorita muy amable que vestía de manera un poco elegante. Hablamos de muchas cosas: de mi viaje, de mis dibujos, de la tumba de mi mamá y, sobre todo, de cómo es mi papá conmigo; si me cuida, si me da de comer, si me quiere y otras cosas más. Yo le aseguré que mi papá es el mejor del mundo, aunque a veces sea un poco tontito. Ella asentía a todo lo que decía mientras escribía en un cuadernito.

Mi papá, por el contrario, estaba con unos oficiales y otras personas vestidas de traje. Se veían serios y se notaba que hablaban de cosas importantes. Después de media hora de muchas preguntas incómodas, regresé con mi papá y Vainilla. El abuelo Arthur fue el primero en reaccionar. Me agarró con fuerza, cargándome y abrazándome tan fuerte que me estiró como a esos juguetes de goma. Lloraba y se reía al mismo tiempo.

—Malcriada de miércoles... hiciste que todos nos preocupáramos —me dijo mi abuelo con una sonrisa temblorosa—. Qué bueno que estás bien.

Yo me dejé abrazar; incluso me aferré a su cuello por un momento, mientras la abuela Rosa me acomodaba el cabello. Les hablé de inmediato de todo lo que acababa de pasar. Les dije que vi a mi mamá cara a cara, que la abracé y hablé con ella. Les conté sobre la luz que salió de la rosa y cómo apareció con una máscara. Ambos no me interrumpieron; solo me escuchaban con una atención increíble, y vi cómo sus ojos se humedecían.

Cuando me puso en el suelo, le di un abrazo a mi abuelo, con un poco más de suavidad que el que me dio primero, y también un besito en la mejilla. Después, le entregué el pétalo que tomé de la rosa de mi mamá.

—Ten, abuelo —sonreí por un momento—; será un buen recuerdo de mi mamá.

Mi abuelo tomó el pétalo y lo miró unos segundos antes de devolverme la sonrisa.

—Gracias, de verdad gracias —me dijo, acariciando mi cabeza y dándome un beso chiquito en la frente.

—Así tendrás a mi mamá siempre —le dije antes de despedirme e irme con mi papá.

Mi padrino y la tía Sofía tampoco se quedaron atrás. Ambos me abrazaron con mucha fuerza. Nos quedamos poco tiempo en el cementerio, pues todos estábamos agotados y teníamos hambre.

El viaje de regreso fue largo. Mi papá permaneció en silencio durante todo el trayecto, mirando concentrado hacia el frente. Vainilla y Huellas, a quien saqué de su cangurera para que estirara sus plumas y se acomodara en el asiento trasero, estaban acurrucados y dormidos. Resultaba una sensación incómoda, si me preguntan. Ninguno habló hasta casi la mitad del camino. De pronto, cuando llegamos a un semáforo en rojo, mi papá dio un suspiro antes de mirarme directamente. No me había dado cuenta de que tenía unas manchas debajo de los ojos, y se le notaba un poco extraño, como en aquellas ocasiones anteriores.

—Lexie, hija —me dijo mi papá, con un tono muy serio pero cálido—. No es el lugar adecuado, pero... estás castigada.

—Pero...

—Nada de peros —continuó, dándome un suave golpecito—. No habrá televisión, ni juguetes, ni galletas de chocolate hasta que empiecen nuevamente las clases. Tendrás exactamente un mes de castigo, y tu padrino te cuidará hasta que regrese del trabajo. ¿Está claro?

—Como la mantequilla derretida —contesté con resignación—. ¿Y la señora que me cuidaba?

—Ella tuvo que descansar. Su doctor le dijo que ya no hiciera mucha actividad física.

—Bueno... Pero no me quites al señor Avestruz ni a la señora Tortuga —dije, sintiendo miedo.

—No, ellos se quedarán.

El semáforo cambió a verde brócoli y continuamos el viaje de regreso. No recuerdo qué pasó después, porque me quedé dormida durante el trayecto, aunque no por mucho tiempo, ya que mi papá me despertó cuando llegamos al centro comercial Mall del Norte.

—¿Ya llegamos? —pregunté, confundida.

—Aún no... Compramos unas cosas en el supermercado y de ahí regresamos a casa.

Asentí y lo acompañé, dejando a Vainilla y a mi patito dentro del auto, con la ventana bajada para que no se asaran. Compramos aceite, mortadela, mantequilla, leche, atún, arroz y demás cosas. No nos demoramos mucho, porque estábamos a medio camino. Volvimos al auto dejando las fundas atrás y continuamos el viaje hasta llegar a casa; la misma que estaba completamente desarreglada y “destruida”. Nunca le pregunté a mi papá por qué la sala estaba así, pero me imagino que algún ratón había asustado a mi papá y había puesto todo de cabeza.

Mis otros abuelos también se enteraron de que estaba bien y, cuando me vieron, me abrazaron con tanta fuerza que casi me quedo aguadita y sin oxígeno. Creo que debería escaparme más a menudo.

Ahora han pasado varias semanas y puedo decir que dormir de nuevo en una cama es más cómodo. Aunque, siendo sincera, extraño dormir en los parques o en el cementerio con el señor Víctor Emilio Estrada y los fantasmas. Sin embargo, lo más difícil de todo es el castigo de papá: no poder ver televisión ni jugar con nada hace que todo sea aburrido. Y lo peor de todo: no comer galletitas de chocolate. Eso fue muy cruel por parte de mi papá.




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