La Rosa y el Cardo

Parte 3

Mientras tanto, en Escocia, el laird Duncan MacLeod estaba igual de furioso que su prometida. Él tampoco quería casarse con una inglesa, a la que consideraba una intrusa y una enemiga. Él había luchado contra los ingleses durante años, defendiendo la libertad y la soberanía de su pueblo. Él había visto morir a sus amigos, a sus familiares, a sus compatriotas, por culpa de los invasores. Él había jurado vengarse de ellos, y nunca rendirse ante ellos. Pero ahora, el rey Eduardo le había impuesto un matrimonio político, que debía sellar la paz entre los dos reinos. Según él, era una oportunidad de oro para fortalecer la alianza y el comercio entre Escocia e Inglaterra. Pero para él, era una traición y una humillación. ¿Cómo podía casarse con una mujer que no conocía, que hablaba con un acento arrogante y que seguramente le despreciaría y le haría la vida imposible? Él había soñado con casarse por amor, con una mujer dulce y valiente, que le comprendiera y le hiciera feliz. No con una extranjera que solo sabía llorar y quejarse.

No puedes obligarme a hacer esto, padre. Es una locura. Yo no quiero ir a Inglaterra. Yo no quiero casarme con esa mujer. - protestó él, con rabia.

No tienes elección, hijo. Es por el bien del clan, del reino y de ti mismo. La lady Elizabeth es una mujer hermosa y educada, que te respetará y te dará una buena vida. Además, es la hija del conde de Northumberland, uno de los nobles más influyentes de Inglaterra. No es un mal partido para ti. - dijo él, con voz calmada.

No me importa lo que sea o lo que tenga. Yo no la amo. Yo no la quiero. - insistió él, con obstinación.

El amor vendrá con el tiempo, hijo. Lo importante es que cumplas con tu deber. Mañana irás a buscarla a la frontera, con una escolta de guerreros. La traerás a tu castillo. Allí se celebrará la boda. Y no quiero oír más quejas. Es mi última palabra. - sentenció él, con autoridad.

El laird Duncan MacLeod se quedó sin habla. Sabía que su padre no cambiaría de opinión. Era un hombre sabio y respetado, que siempre hacía lo que creía conveniente, sin importarle los riesgos o las consecuencias. Él era su único hijo, y lo quería, pero también lo veía como un líder, que debía asumir sus responsabilidades y sacrificios. Él se sentía atrapado, sin salida, sin esperanza. Solo le quedaba resignarse y aceptar su destino. O quizás, rebelarse y buscar su propia felicidad.




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